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miércoles, 26 de julio de 2017

Diabolus


Jueves
I
La puerta se cerró tras un fuerte empujón, la vista de un paciente divisaba los blancos muros de un consultorio médico. Sobre un escritorioreposaba una Compaq presario CQ56 una vieja Laptop que almacenaba, entre algunos archivos, historiales médicos, actuales y de antaño, en la pantalla principal se encontraba uno con el referente de nombre «Evan Rivera». El Doctor Rafael Méndez, un egresado de la facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México, hacía sus anotaciones en la hoja del Word. Su mirada pasaba de un lado a otro, leyendo los renglones del escrito. Paulatinamente, dirigía un vistazo al paciente que yacía sentado en la mesilla de observaciones, con la camisa semi-desabotonada. El Doctor, de treinta y ocho años de edad, era el médico de cabecera de Evan desde hace más de dos años, cuando Evan había acudido por un problema respiratorio, algo que el medico diagnosticaba como un cuadro de déficit respiratorio o un leve enfisema pulmonar, un problema agravado por la mala costumbre que Evan tenía por fumar.

Rafael lo miraba desde su escritorio, meneaba la cabeza a la vez queseguía escribiendo sobre su computadora personal.

—Deberías de dejar de fumar —sugirió el médico—, lo que tienes puede recaer en un problema más severo, piensa en tu hija y en tu sobrina. Ellas no merecen lo que te estás haciendo.
Evan soltó un sonido gutural, un gruñido, como si fuera un adolescente que estuviera recibiendo un regaño de su padre.

Hubo un silencio de su parte.

—Sé que no tengo que meterme —continuó el doctor—, pero desde hace un par de años que nos vemos en mi consulta, y no has mejorado, al contrario, estás empeorando. Y, de una manera sarcástica, eso me conviene,
pero soy tu doctor y aparte de todo tú amigo, y no me gusta que hagas caso omiso a los tratamientos que te administro.

Evan lo miró despreocupado, y sin hacer caso a las palabras que el doctor mencionó.

— ¿Me puedo abrochar la camisa? —murmuró Evan.

Rafael hizo un ademán con la mano derecha afirmando lo que le había preguntado Evan, regresó su mirada a la pantalla de su computadora.

—Evan—dijo a sabiendas de que el mismo Evan lo voltearía a ver.

— ¿Qué pasa?

—Tú de alguna manera entiendes los protocolos de un tratamiento, también eres doctor…—hizo una pausa para recabar ideas en lo diferente de ambas profesiones—… bueno, Psicólogo, pero también atiendes a personas en un consultorio, manejas sus problemas, no de la misma manera que yo, pero, lo sabes.

Evan suspiró agachó la cabeza y miró de reojo a su doctor.

—Sí, pero también sé que cada quien sigue su vida con sus propios propósitos, soy una persona que nunca ha cambiado, siempre he sido el mismo desde hace mucho tiempo. Pero comprendo tu preocupación y la entiendo, y si sigo fumando no es por llevarte la contraria. Los problemas que vengo arrastrando no son de ahora, vienen desde hace mucho tiempo, mucho antes de que nos conociéramos. Y, si sigo viniendo a la consulta es porque quiero enterarme de lo que acontece con mi salud. Sabes que aparte de ser psicólogo, soy profesor de música y escritor, una de mis mayores virtudes es saber cuándo algo me está haciendo daño. Y también por la misma razón a la que te referías, hace rato: a pensar un poco en mi hija y en mi sobrina, puesto que no me gustaría que ese tipo de noticias me llegaran desprevenido.

—Pues lo dudo, Evan, porque te estás haciendo mucho daño. Mucho más del que te imaginas.

—No te preocupes, dejaré el cigarro. Lo prometo.

—Pero si ya lo hemos visto con muchos tratamientos y no más nada, ya no sé qué es lo que pasa contigo. Hubo un tiempo en que lo dejaste, pero volviste a recaer hace poco.

Rafael además de ser el doctor de cabecera de Evan y de su familia, también era su amigo, y él a menudo era la persona que fungía como compañero de conversaciones acerca del pasado de Evan.

Evan denotó el génesis de mal.

—Desde que murió mi mujer —tenía la cabeza inclinada—, no supe qué hacer. Hace casi ya tres años de su muerte. Fue una gran mujer, me dejó el mejor regalo que pudieron haberme dado; mi hija.

—Por ella deberías de luchar, es una niña que te necesita, tiene grandes sentimientos y es muy inteligente. ¿Sabes?

— ¿Qué?

—Nunca te lo he dicho pero se parece mucho a ti en el carácter tan testarudo y terco, los dos son cómo una copia tanto uno como del otro. Me acuerdo cuando la trajiste por primera vez, ella tenía tan sólo seis años, recuerdo que la trajiste por un problema en la garganta, yo traté de ser lo más paciente con ella, porque desde el principio ella sabía que la tendría que inyectar. Y ella se negaba rotundamente a entrar, es una niña con muchas fuerzas, de eso no cabe duda.

Evan esbozó una pequeña sonrisa al recordar aquella ocasión, «Es una pequeña diablilla.»—Pensó—, los ojos se le empezaron a perlar.

—Sí, pero me recuerda mucho a una persona. Su nombre me trae muchos recuerdos.

— ¿Por qué?

—Quizás es algo que nunca te he contado. Pero, tristemente, mi esposa,

Marlen, no fue la mujer que más amé.

Rafael guardo silencio, incitando a Evan a continuar, las palabras de Evan parecían delatoras, como si un fantasma del pasado se remontara y se postrara en la mirada y en la mente de Evan. Lo miró atento.

—«Ángela Zoé» siempre fue el nombre que quise para que una hija mía llevara. Ángela; por el nombre de mi abuela, muerta hace más de veintisiete años y… Zoé por que en griego significa “Vida”. Ciertamente traté de mantener de alguna manera con vida a mi abuela aun después de tantos años. Pero la conjunción de los dos nombres trae connotaciones muy radicales, pues hubo una persona que conocí con ese mismo nombre (Zoé).

—Eso es demasiado fuerte—se mostró interesado Rafael.

Se pasaron un largo rato hablando del pasado Evan, quien a regañadientes habló dando mínimos detalles.

Evan por un momento pareció ausente del espacio, profirió un suspiro y miró la hora en el reloj redondo de la pared.

«7:45pm»

—Ya es tarde —puntualizó Evan.

—No, no te preocupes.

—No sé cómo es que llegué a ser psicólogo, sí es que no puedo arreglar mis propios problemas sentimentales.

—Es natural, todos tenemos recuerdos buenos y malos, pero consta de nosotros mismos poderlos dejar en el pasado. Creo que eso en una ocasión me lo dijiste tú.

—Creo que sí. Lo recuerdo.

Evan levantó la mirada sólo para exhumarse de sus recuerdos. Rafael se encontraba en su escritorio cerrando la sesión del computador.

—Tengo que irme —finalizó Evan—, ya es tarde.

— ¿No quieres que te lleve a tu casa?

Evan lo miró y por un momento pareció cerrar los ojos, negando con un movimiento uniforme de su cara hacia ambos lados.

—Voy a caminar un poco —contestó Evan, mientras se levantaba de su asiento en dirección a la puerta de entrada del consultorio.

— ¿Seguro?

Evan no contesto, sin en cambio asintió con la cabeza dándole la espalda al doctor. Evan se mantenía erguido con una ligera curvatura en la nuca agachando la cabeza.


* * *

Evan salió del piso de la consulta, descendió por tres escalones antes de toparse con el ascensor. El inmueble era una edificación de seis pisos, y el consultorio se encontraba en piso cinco. Continúo descendiendo por los peldaños de aquella edificación, uno a uno los pisos se condensaba un aire frío proveniente del exterior. «Ya es de noche» se aventuró a decir, cuando todavía no se encontraba en el ambiente externo de un jueves nocturno de finales de Enero. Él vestía de color negro —su color favorito—, con una camisa, pantalón de vestir y unos zapatos de vestir del mismo tono.
Apretó la mandíbula al sentir la primera ventisca aireada de la noche, metió las manos a los bolsillos del pantalón y se abrigó lo más que pudo. Recordó las palabras de su madre, la cual siempre lo regañaba en su adolescencia porque nunca portar un abrigo o una chamarra en temporadas invernales. La noche era totalmente gélida, no había transeúnte alguno que no portara alguna indumentaria invernal. Evan echó a andar sus pasos tratando que la noche lo engullera con su manto oscuro.
A pocos pasos después, su celular empezó a vibrar, era Frida como emisora de un mensaje de texto:
«Tío, se me dificultó un poco la salida del conservatorio, ya no pude ir a dar la clase, así que le dije a Pablo que si me podría cubrir, todavía me encuentro en la escuela, creo que no voy a poder pasar por Zoé. Discúlpame.»
Evan meneó la cabeza al terminar de leer el mensaje. «Siempre es lo mismo—pensó—, siempre me queda mal.»
Guardó el celular en el bolsillo del pantalón sin tener la intención de contestar al mensaje, y en el primer semáforo abordó un taxi, le sugirió al chofer la dirección en que se dirigían, y este aceleró con dirección a la zona norte del Distrito. Evan miró incómodo por el vidrio lateral de la unidad, viendo una panorama de hace mucho tiempo, eran sus rumbos de hacia más de nueve años, él miraba con nostalgia las aceras que pasaban con rapidez enfrente de él. El chofer lo miraba por el retrovisor, varias veces quiso decirle algo, alguna palabra que iniciara una conversación, pero Evan no hacía caso de nada de lo que ocurriera.
A unos cinco minutos de su destino, se encontraba el entronque que daba a la casa de sus padres.
«Ellos ya no están aquí —pensó—, ya hace mucho que no hablo con ellos, creo que uno de estos días lo haré, ¿Cómo estarán mis Padres?»
La visita a la casa de Diana fue muy rápida, sólo bastó un saludo, una conversación mínima, recibir a su hija y marcharse. Ella era una mujer casada. Sus hijos le absorbían bastante tiempo del día como para que ella tuviera un trabajo. Por eso se dedicaba al hogar. A ser madre.
Evan tomó de la mano a Ángela y salieron de la casa. Comenzaron a caminar, mientras comenzaban a debatir el lugar donde tendrían que cenar esa noche.

* * *
Cuando la tarde había muerto, en el interior de una casa, una mujer miraba a través de la venta cuando su hijo de siete años subía al interior de un Toyota Yaris, en el interior aguardaba el padre del niño, dispuesto a arrancar en el momento en que su hijo accediera por la puerta. La mujer miraba desconcertada y sentía una alusión dolorosa, como si fuera a tener mucho tiempo sin ver a su hijo de nombre Gabriel. En su mano, acariciaba el cristal de la ventana. Con la otra haló la cortina que cubría la venta, para así, de ésta forma, obtener una mejor visión del panorama hacia la calle.

Los problemas en su contorno matrimonial se habían complicado desde hace años. Ella siempre tuvo la premisa de que su ex conyugue había modificado mucho de su personalidad, pero no bastaron los esfuerzos que se habían dado en el pasado. Ella sentía una gran pesadez porque su matrimonio hubiese fallado, de tal manera que ni ella se atrevía a mirar de frente a su ex esposo por el aborrecimiento que sentía por él.
En los años anteriores al divorcio, ella apostó demasiado por la relación, dejando de lado su orgullo como mujer, para dignificar el concepto de la democracia en su casa. Pero no había ninguna democracia justa. En aquel entonces, no trabajaba y se pasaba los días encerrada en casa, que desde doce años antes había comprado ella y su ex marido. En aquel entonces, no le importaba ser tan dócil y sumisa. Para ella eso tenía sentido, ya que de eso dependía mucho la estabilidad de su relación. Su ex esposo era una persona con un humor muy cambiante, probablemente lo que psicológicamente se podría contemplar como bipolaridad. Ella veía la intensión en sus ojos y al momento que ella se liberaba de tal sobresalto se marchaba del lugar en donde estuvieran y, sin más, rompía en llanto, como si una nube gris que se apoderara de su rostro.
Esa tarde, cuando su hijo arribó al coche, vio con coraje como el carro se iba alejando con dirección a la avenida. Ella suspiró en el momento donde la imagen del carro se esfumó por el horizonte que todavía era lúcido a esa hora de la tarde.

Volteó al interior de la habitación y se dio cuenta de que la soledad la embargaba como un sentimiento mortífero que la embaucaba en un pasaje de anhelos y recuerdos.
La habitación del pequeño Gabriel era un lugar idóneo e íntimo para formar un ambiente de calidez infantil, lleno de pósters y figuras de acción que su hijo coleccionaba desde los cinco años. La cama se cubría con un cálido edredón escudado por una imagen del robot Wall-e, que ella había comprado hacia unos meses después de que su hijo había visto la singular película de aquel electrónico personaje.
Cuando su hijo nació, su ex marido quería que se llamase como él, pero a ella no le agradaba que su hijo llevase el nombre de alguno de los dos, ella prefería los nombres diferentes a los de los progenitores No le apetecía, consideraba que había una eternidad de nombres, y que no tenía porque homologar a su hijo con el nombre de su padre. Fue en esas estancias cuando se alegró de haber seguido sus creencias, por el nombre de su ex plasmado como estampa en el nombre de su hijo sería como un fantasma para ella si algún día quisiere rehacer su vida. Hasta el momento no consideraba que fuera algo idóneo, siempre había sido de esas personas de las que piensa que esas cosas llegan solas. Sin la ayuda de nadie.
Vio la cama de su hijo y transitó por la habitación.
Se sentó en el borde de la cama, todavía sosteniendo en su mano el retrato de su hijo. Lo abrazó contra su pecho, sintiendo como si fuera su hijo al que estuviera apretujando contra sí. Su instinto de madre le hacía sentirse fuerte y despiadadamente invencible, pero en ese momento se sintió débil, como si un carro la hubiese arroyado en medio de la habitación y así, con esa debilidad, dejó que su cuerpo cayera sobre la cama. Hubo un sonido sordo, proveniente del colchón, su cuerpo se debilito aún más, y se sintió tan frágil como una mariposa. Su cara ya desplegaba algunas lágrimas al hacer contacto con el colchón de la cama, su corazón roto lloraba por dentro al pensar que su vida se desmoronaba cada vez más, con cada día y con cada hora, inclusive con cada minuto. Miró al techo y juntó sus manos que sostenían el retrato. Mirando la imagen, frunció la boca. En la imagen de la fotografía, ella se notaba sonriente abrazando a su hijo bajo la copa de un árbol en un día soleado de verano, un pequeño haz de luz se filtraba por entre las hojas del árbol alumbrándole la cara a ella, que sin necesidad de esa tenue luz su belleza ya era sublime. Trató de contener el llanto, y se enjugó las lágrimas que le corrían al costado de sus mejillas, pasó saliva y profirió un pequeño suspiro, que se confundió con el silencio de la habitación. Sintió pesadez en sus parpados que la incitaba a quedarse dormida, pero su atrevimiento se quedó paralizado al escuchar pasos detrás de la puerta, la cual se abrió lentamente y dejó ver la oscuridad ambarina del pasillo. Tras la puerta, asomó un rostro familiar, que al ver la silueta de la mujer tendida en la cama, encaró un gesto de tristeza maternal.
—Zoé —profirió la mujer abriendo la puerta.
Zoé no reaccionó al momento, su vista estaba elevada viendo el techo de la alcoba.
—Hija… —dijo de nuevo en un tono de ternura—, ya se fue. Ven, vamos a la sala, no me gusta que estés así.
—No, ma, quiero estar un momento aquí, sola. La mujer entró por completo a la habitación.
—Pero siempre estas así cuando el niño se va con su papá. Ella no quiso voltear a ver a su Madre.
—Es que…—comenzó a decir—, es como si me arrancaran un pedazo de mí; una pierna, un brazo.
—Pero, si sólo va a ser un fin de semana, deberías de estar tranquila, además, ese fue el acuerdo que dictaminó el juez.
—Sí ma, pero nunca me había separado de él por tanto tiempo, siempre fueron horas, nunca días. Cuatro días se harán eternos.
La mujer mayor se abalanzó hacía la cama, depositó las almohadas a un costado. Tomó asiento a un lado de su hija.
—Tranquila hija —dijo, mientras sus manos comenzaban a acariciar el pelo negro y brillante de Zoé—. Deberíamos de ir con tu abuela este fin de semana, hace mucho que no voy- Y puedes dar una vuelta en Plaza Lindavista, o en Parque —sugirió—, a ti te gustaba mucho pasear por la plaza, deberías recordar viejos tiempos. ¿Te acuerdas?
Zoé asintió, mientras se reclinaba a un costado para situarse en posición fetal. Su madre la guió hasta su regazo y se mantuvo acariciando su cabello. Pero Zoé se dignó a no contestar, tenía todavía la pesadez de sus sentimientos y un nudo que le obstruía la garganta.

Desde el tiempo en que ella se separó, de su ahora ex esposo, pasaba los fines de semana tratándose de adaptar a la ausencia de su hijo, aquel pequeño era su compañía de toda la semana, pues sólo esperaba la hora en que saliera de su trabajo para poderse dirigir a casa de su madre y poder verlo. Era un niño travieso, como todos los de su edad, pero él era único para su madre; carismático y original. Solía estar desesperada sin él, pues a comparación de otras madres que se aturden cuidando a sus hijos, ella prefería sentarse en el suelo con él para jugar, pues sentía que de esta manera se iban conociendo mejor. Pero lo único que le preocupaba era que cuando el fin de semana llagaba se tenía que alejar de él, muchas veces maldijo a la Juez de lo Penal por haber incurrido en una sentencia, pero después se sinceraba de que era la situación de muchas mujeres en este país. Y, de alguna manera se auto-tranquilizaba al decirse que él estaría bien, a final de cuentas el pequeño estaba con su padre. Con el cincuenta por ciento de su proporcionalidad sanguínea.

Solía adorar el momento tan íntimo de llegar a casa y verlo correr por las habitaciones, pues su trabajo era tan aburrido y monótono, debido a que estaba infestado de buitres y personas que no tenían una seguridad en lo que decían. Los hombres de su trabajo sólo buscaban salir con ella siendo aduladores sin una causa y un fin justo, ella los consideraba una manada de arpías tratando de cortejarla, nadie supo cortejarla de la manera que a ella le había gustado en un momento.
Su madre prendió una pequeña lámpara de figura de Mickey Mouse que descansaba en el buró a un costado de la cama, el singular personaje de Disney había trascendido la línea del tiempo y el espacio, y la lámpara era una muestra de ello. El ratón encendía su dedo que señalaba en línea diagonal hacia el techo, con ayuda de un hilo que colgaba de su guante. La habitación se alumbró ligeramente, dándole a está, un azul oscuro pero pasivo, relajante. Zoé se apartó el cabello de la cara para mirar a su madre, de repente sintió ganas de sonreír al pensar que al menos le quedaba ella en ese momento de desesperación.
«Siempre ha estado ella —se dijo—, ella nunca me ha dejado sola».
Se cobijó las mejillas con las manos de su progenitora, y, estando cobijada por el calor de su piel, besó el dorso de las manos que la acariciaban. De pronto le vino una imagen, más bien el recuerdo de una persona que con singular empatía le besaba las manos, hace muchos años antes de que se casara. En aquellos ayeres, se sentía tan alagada de que un hombre le recitara al oído poesías que él mismo componía, se sentía tan sublime y tan amada, que recordó que nadie en su vida había llegado a hacer eso por ella. A la mayoría de los hombres en aquel entonces les agradaba su forma de simpatizar, pero la mayoría, para ella, eran unos arrogantes y presumidos, si en realidad había algo que le molestaba de la gente era la hipocresía, podía tolerar todo menos eso, la hacía sentir un supremo enfado.
« ¿Cómo estará él?—se preguntó a si misma expresando una leve sonrisa que su madre alcanzó a divisar—. Seguramente ya me olvido —al mismo tiempo que termino de decirse esa frase, su cara encarno una tristeza resignada—… es lo más probable.»
Se sacudió las lágrimas, y miró por fin a su Mamá, después se enderezo y se recargó en el respaldo de la cama, sintió paz al momento de erguirse, simultáneamente su ánimo iba rodeándola de espasmos de estabilidad.
—Está bien—dijo por fin con resignación mirando la cara de su Madre, quien la observaba con un rostro emocionado—, iremos con mi Abuelita, creo que es lo que me hace falta: salir.

La mujer más grande se desacomodo en la cama y se levantó, satisfecha de lo que había escuchado, dejó sentir que la penumbra se disipaba.
— ¿Quieres un Chocolate? —Dijo al dirigirse a la puerta— como los que te gusta… con Té. ¿Sí?
Zoé permaneció en el respaldo de la cama mirando a su madre, como a partir de tantos años la seguía consintiendo de tal forma que todavía la seguía haciendo sentir una niña pequeña. Se despojó de todo sentimiento de pesadez y sonrió, y con un ligero movimiento de cabeza asintió.


* * *

Todo marchaba bien, el cuarto de Frida se tranquilizaba escuchando música un tanto vieja para su edad, motivo por el cual en la escuela siempre la tenían bajo un concepto sumamente de extrañeza. Era una chica guapa, de tez blanca, ojos cafés y cabello castaño, largo hasta los hombros, aunque a ella le gustaba más traerlo amarrado y algunas veces se hacía una trenza, la cual les causaba molestia a sus amistades, los cuales la juzgaban de anticuada. Siempre le decían que ese era el motivo en específico por el cual nunca duraba más de dos meses en sus relaciones sentimentales. A sus veinte años, aquello no le asustaba, pues la convivencia con su tío siempre fue tan cercana que él le había forjado una conducta de no dependencia a nada ni a nadie, que su vida era totalmente independiente de lo que las personas pudieran hacer o decir de ella. Esa idea le llenaba de ego la cabeza, y de una seguridad absoluta. Su máxima meta en la vida no era tener una historia, como las de las princesas que se cuentan en las películas cursis o en los cuentos, ella no le interesaba mantener una relación seria como la mayoría. Su motivación estaba en la música, sueño que desde niña le impulsaba a seguir a delante, pues si no se encontraba en la academia de Artes dando clase junto a su tío, se encontraba en el Conservatorio Nacional de Música estudiando las composiciones de Mozart, Beethoven, Chopin, Bach, Brahms. Entre sus gustos más rudimentarios y excéntricos le gustaba, Jimmy Page, del cual tenía una vasta colección de imágenes, era un semidiós para ella. De ahí venían Slash, Mattew Bellamy. De ahí empezó a aprender piano y posteriormente la guitarra, después a la edad de trece años, empezó a tomar clases de música clásica, donde aprendió a tocar el violín, la batería entre algunos otros instrumentos más.
Evan nunca se lo demostraba, pero ella sabía que su tío estaba orgulloso de ella, de sus logros, y de que en cierta forma lo haya superado a tan corta edad. Su ímpetu no pararía ahí, y no pararía hasta ver que sus sueños se volvieran realidad. Ella lideraba una banda de Rock Alternativo, llamada Hadez, nombre que le fue sugerido por su tío cuando le platicó de dicho proyecto. Ya habían grabado algunos demos y mandado algunos a las estaciones de radio locales, pero realmente no era muy popular por sus excéntrica música Rock, sino, más bien, lo que le había dado más auge era que participaba en conciertos de música clásica, los cuales eran organizados por algunos estudiantes de la comunidad estudiantil del Conservatorio. Ella, en dichos Conciertos, llegaba a tocar hasta tres instrumentos en una misma velada; pasaba de piano al violín, y del violín a la guitarra. En algunas ocasiones, sus maestros le refrendaban admiración por tan buena destreza en la música y se mostraban entusiasmados con ella.
Uno de sus déficit, era que se dejaba llevar mucho por los excesos de la
música, recayendo en un desorden en cuanto a sus horarios, puesto que no era muy ordenada, siempre llegaba tarde a sus citas a causa de los ensayos y las prisas que le causaba el estudio. Muchas veces le había tenido que pedir a Pablo —el asistente de Evan en la escuela de Música—, que la cubriese por que no iba a poder llegar. Frida se hacía valer de que aquel muchacho de veinticuatro años, siempre quiso que ella fuera su novia, en varias ocasiones él la había invitado a salir, pero ella se negaba rotundamente, en otras ocasiones Pablo le dejaba ramos de rosas envueltas en papel manila dentro del aula donde ella estaría dando clases unos minutos después, en ocasiones le dejaba mensajes escritos, pero ella nunca accedía a hacerle caso, en muchas ocasiones, ella salía y tiraba las flores en el primer cesto de basura que encontraba. No le gustaban ese tipo de cursilerías. Y en varias ocasiones le había reclamado a Pablo por tan malos cumplidos como esos.
Esa noche Frida se encontraba reclinada en la pared, sentada en la cama, escuchando música en compañía del viejo Volt, un viejo amigo canino de Evan y de las niñas —la mascota de la familia—, aquella mascota ya había cumplido con más de su docena de años y para ese entonces ya estaba viejo, no se movía mucho de sus lugares de reposo, aunque para el gusto de Frida era un viejo cascarrabias. Le incomodaba que el perro se empezara a escandalizar porque alguien se acercara a la puerta.
Frida bajó los pies de la cama al ver que Volt se dirigía a la sala. Ya eran cerca de las diez de la noche. «Deben de ser mi tío y Zoé», pensó.
Se dirigió hacia el pasillo, caminó con sigilo, al no discernir ningún sonido en la sala. Le extrañaba, pues Zoé siempre que llegaba a la casa, entraba gritando y haciendo alboroto, como si el llegar a casa fuera lo mejor que pudo haberle pasado, se tomó de la pared y sintió el piso frío del corredor, llegó a la sala en medio de un estado de preocupación, ansia y miedo. Todo estaba en silencio, hasta el perro que había salido de la habitación mucho antes que ella, no hacia ni el menor ruido. Se mordió los labios al pensar que quizás no fuese su Tío el que había accedido a la casa, así que al pasar a un costado del sillón de la sala, tomó una de las sombrillas que yacían en un cesto, al mirar un poco hacia arriba se percató de que la luz de la luna era lo único que perpetuaba la integridad de la casa, rogó para que eso fuera cierto. Se mantuvo con la sombrilla en lo alto, sosteniéndola como una jugadora de Base Ball, tragó saliva como si se acercara el momento de batear, y comprimió su barbilla contra su pecho. Escudriño la sala, pero…
«Nada.»
Sintió que se estaba volviendo loca, y avanzó hasta el comedor diviso la puerta de la cocina, y al fondo la del cuarto de lavado, miro al fondo y alcanzó a ver que todo estaba en tremenda paz, pero era una paz que le asustaba y le acongojaba el corazón. «Diablos —comenzó a decir—, con que no se haya metido algún tipejo a la casa.» Su mirada se desvió hacia la puerta de entrada, por un momento tuvo ganas de salir corriendo de ahí, sin importarle quien fuera el que había hecho esos ruidos. Drásticamente escuchó los repiqueteos de las patas de Volt acompañados de un ladrido. Frida se sobre salto.
— ¡Cállate!—dijo en un murmullo, pero el perro no le hacía caso y empezó a ladrar otra vez—. Volt, Cállate.
Así que se apresuró a ir a la puerta de la entrada, miro el cuadro fluorescente que descansaba en la pared «el interruptor», y tan pronto como pudo se avanzó a tocarlo.
Sintió alivio al ver la sala iluminada, pero como un torbellino esa sensación desapareció, cuando vio que una mano le pasaba por el frente y le amordazaba la boca. Dominada por su instinto de supervivencia empezó a patalear y a manotear, a diestra y siniestra mientras escuchaba una voz gutural que le decía:
—No te muevas, o te haré daño.
Ella sintió que el corazón se le salía del pecho, y su mirada perdida escudriñaba los rincones de la casa iluminada. Su nerviosismo se acrecentó al sentirse totalmente impotente. Maniatada comenzó a resollar palabras altisonantes. Vio cómo su captor la llevaba hacia el sillón, se defendió con fuerza tratando a toda costa que diera un paso más. Pero, de pronto, su cara sobresaltada se volvió de molestia al escuchar las risas exageradas de su prima Zoé, quien estaba en la puerta de la cocina con las manos tapándose la boca, y disfrutando el momento. Entonces con fuerza se volteó a ver quién era el que la había tomado por la espalda, y disgustada vio que se trataba de su Tío Evan.
— ¡Tío Evan!—Exclamó.
Evan y la pequeña Zoé estaban al borde del desquicio, riéndose de ella, viendo como su estado de ánimo cambiaba del miedo al enfado.
—No es chistoso —dijo cuándo azotaba la sombrilla en el piso—, no es para nada chistoso, en realidad me espantaron, no tienen idea.
Evan seguía suspendido en carcajadas, hincado abrazando a su hija, echo una última risa meneando la cabeza.
—No seas gruñona—le sugirió Evan—, vive la vida, diviértete. Frida se tiró en el sillón molesta.
—Pensé que se habían metido a robar.

—Hay Frida… —agregó sonriendo Zoé—, te viste tan chistosa. Frida le hizo una mueca de desagrado a su comentario.
—No anden haciéndome ese tipo de bromas, que son de mal gusto. Evan hizo un ademán con la mano derecha.
—Relájate—dijo.
Frida se mantuvo tumbada en el sillón, como si estuviera exhausta, no comprendía muchas cosas.
—Oye, Tío.
— ¿Qué pasó?
Frida contaba con expresión dubitativa.
— ¿Cómo le hicieron para que Volt no hiciera ningún ruido?— preguntó a la vez que recordó que en varias ocasiones, cuando llegaba tarde, el perro delataba la hora de su llegada.
Evan meneó la cabeza y frunció una sonrisa, como no queriendo revelar su secreto, de eso dependía mucho de lo que se pudiera enterar.
—No, niña, eso no te lo puedo decir.
— ¡Tío! anda, dime.
Evan empezó a encaminar a Zoé hacia su cuarto, tratando de evadir la insistencia de su sobrina.
—En otra ocasión te lo diré, por ahora hay que dormir. Mañana es viernes y tenemos que despertarnos temprano.
Frida no estaba muy de acuerdo con la evasión, pero tenía que conformarse, siempre le gustaba la forma en que su Tío evadía algún comentario, sabía que él era un hombre de comentarios muy reservados y que pocas veces reflejaba realmente lo que sentía. En los tiempos cuando era niña, sentía que ella era la persona más cercana a él, pero conforme fue creciendo se dio cuenta que en realidad su Tío no necesitaba nada de eso, él contemplaba sus propios problemas y dejaba sólo una parte revelada de su vida a la gente que lo rodea.
«¿Habrá sido esa la razón por la que él cambio mucho?»
Posiblemente, pero la respuesta en concreto nunca la obtendría. Se decía a sí misma que su tío era un mar de secretos y anécdotas, posiblemente de ahí partía el fruto de su inspiración como compositor y como autor literario, aunque su vida dentro de esos doce años que habían pasado era todo un misterio. Evan era diferente, era del tipo de personas que aunque estuviera en problemas, nunca se refería a nadie para pedirle ayuda, era auto suficiente hasta cierto punto, pues no confiaba en las personas, era muy difícil entrar en su círculo de confianza, había veces que se preguntaba si ella formaba parte de ese círculo.
Por la forma en que la miraba y la trataba, ella pensaba que sí.
* * *


Encaminado al pasillo, Evan regresó su mirada hacia Frida, dejo que Zoé se adelantara al baño, para que empezará a lavarse los dientes.
—Oye, por cierto.
— ¿Qué ocurre?—dijo Frida, presagiando que seguramente sería un
reclamo de lo ocurrido ese día.
—Por lo de hoy… —comenzó a decir meneando el dedo índice—, simplemente no quiero que vuelva a ocurrir, ¿entendido?
—Sí, Tío. Sólo quiero que sepas… —Fue súbitamente interrumpida por
Evan.
—Por la razón que fuese, entiendo que eres joven y que tienes tus propios asuntos que atender. Pero no me gusta que evadas tus responsabilidades, tienes toda mi confianza, y creo que siempre te lo he dado a notar, eres de las personas más importantes que ha habido en mi vida, y no quiero que me defraudes. Sólo te diré que en castigo por lo que pasó hoy, el domingo te tocará lavar el carro y darle un baño a Volt.
Salió del baño y se adentró al cuarto de su hija, ella ya estaba vestida con su pijama rosa con vivos morados, tan pronto vio a su papá se trepó en la cama y distendió las sabanas. Evan la contempló por unos segundos antes de dirigirse a un costado de la cama. Tomó asiento en una silla que tenía lugar enfrente de la cama. Evan sacó del interior de uno de los cajones del buró, el libro “Donde habitan los ángeles” de Claudia Celis, una obra que leyó hace muchos años y que le había empezado a leer todas las noches a su hija antes de dormir. Él se lo había regalado como de imprevisto, dejando en estado sorpresivo a su hija, porque no era ninguna fecha especial, ni el día de su cumpleaños. Evan le gustaba mantener sus acciones en suspenso, nunca se regía por conceptos obvios.
Le leyó unas cuantas líneas y Zoé termino por dormirse.
Así pues, comenzó a levantarse lenta y silenciosamente de la silla, se dirigió a la puerta y reparo en el apagador, recordó la fobia que su hija le tenía a la oscuridad, decidió dejar la luz prendida. En ocasiones acostumbraba dar una vuelta nocturna a las habitaciones de su casa, para cerciorarse de que todo estuviera en completa paz.
Esa noche, no tuvo ganas de dormir, sabía que al otro día tenía que levantarse temprano y dejar a Zoé en la escuela, pero prefirió escribir un poco en su computadora personal, estaba en la busca de un buen borrador para la siguiente historia, él frecuentemente planteaba problemas que veía a su alrededor, pero como buena fuente informativa, retomaba sucesos de su vida para poderle dar un una temática sentimental a sus líneas, era algo que su editor estaba contento con él, pues pensaba que no hay mejor circunstancia plasmada en un libro, que la que no se vive. Evan aludía a esos comentarios, sus obras se limitaban a ser una reverberación de algunos casos que había escuchado en su consulta, muchos de los casos que escuchaba tenían mucha influencia en él, y los adornaba con algunas estancias de su  vida. Lo que en muchas ocasiones le había hecho valido la crítica exigente de los críticos literarios que leían sus obras, decían que abusaba del sentimentalismo en los thrillers que escribía, pero era algo que le gustaba mucho al lector, pues las personas que escribían en sus cuentas de redes sociales, les agradaba cómo un nuevo género, no como las típicas novelas de suspenso a las que estaban acostumbrados los lectores, les agradaba la fusión entre el sentimentalismo y el suspenso. Evan no hacía caso de las críticas.
En su fuero interno, ese tipo de ambigüedades no cabía en su concepto
de rutina.
Las palabras se empezaron a plasmar en la pantalla del computador al recordar una de sus pláticas con la madre de Pablo —su asistente en la Academia de Artes—, la señora Greta, era una mujer con déficit de apreciación personal, algo que Evan había diagnosticado como Demencia Degenerativa Compleja, pero algo curioso que sucedía con esta mujer era que en ocasiones su enfermedad le hacía tener crisis violentas, y en ocasiones, Pablo su hijo, era el más afectado. Debido a esto, Pablo mantenía una comunicación muy cercana con él. El chico en ocasiones era muy rencoroso, y no comprendía la parte médica. Muchas veces llegaba con arañazos en los brazos y en el cuello, él nunca decía nada sobre el tema, prefería evadir comentarios y decirle en privado a Evan lo ocurrido. Evan había tomado medidas drásticas con la señora, tomó la decisión de medicarle calmantes como el Diazepam y el Lorazepam, el primero fue con el que sucumbió los ataques de histeria de la mujer. Su búsqueda en la temática de su próximo libro estaba definida. Tomó la idea y sólo bastaban unos cuantos capítulos para finalizar su obra.
Evan se tomó el pecho, como acariciándose desde el hombro, se encontró con la unión de sus costillas en la parte frontal y central de su caja torácica, ahí, reposaba el recuerdo más invaluable de su amor por una persona, una cruz cuadrada con el nombre «Zoé» grabado en letras cursivas al reverso de ésta, aquella cruz cuadrada representaba simbólicamente la paz y la deidad femenina que la poseyente de ese nombre tenia para él, fuente que a lo largo de los pasados años le había dado una sujeción interna a sus pensamiento y sentimientos. Nunca se deshizo de ella, como entre muchas de las promesas que le hizo a Zoé, sentía que si ella llegara a reaparecer en su vida, tendría el motivo suficiente para decirle de frente que nunca la olvido.
Se despojó de su ensoñación, al momento que el teléfono depositado a un costado de la cama comenzó a sonar, el timbrado hizo que se sobresaltara.
«Ya es muy tarde, ¿Quién podrá ser?» se preguntó.
Se acercó a la cama y se dejó caer sobre ella, tomó el auricular y contesto.

— ¿Bueno?
Aguardó unos instantes en silencio, parecía haber una discusión al otro lado de la línea, el sonido era similar a como si taparan el auricular para evitar que oyeran.
— ¿Bueno?—insistió Evan.
En el instante en que se había resignado, y se disponía a colgar, una voz irrumpió en la línea.
— ¿Evan?
—Si—Evan trato de distinguir la voz, pues parecía alguien conocido, una voz masculina—, ¿quien habla?
—Soy yo, Pablo.
Evan empezó a conjeturar, presagiaba que posiblemente le diría que no iría a trabajar mañana.
— ¿Qué pasó, Pablo? Ya es tarde.
—Sí, lo sé. Pero es una emergencia, se trata de mi abuela.
Evan guardó silencio unos segundos, vio la hora y observó digitalmente en el reloj las 11:15pm, ver la hora lo irritó « ¿Qué podría ser tan importante?». Evan vaciló antes de contestar.
— ¿Que pasó?
—Mi abuela tiene una crisis, está encerrada en su cuarto y quiso hacerme daño.
Evan se enderezó de la cama, se irguió en un momento de alerta.
— ¿Ya le diste su medicamento?—inquirió Evan.
—Si, precisamente la deje durmiendo, pero después se despertó y se dirigió a mi cuarto, no sé qué hacer.
—Aguarda un momento, voy para allá.
—Date prisa —alcanzó a distinguir Evan en el momento en que colgaba el auricular.


* * *

Pablo Acevedo, era un joven de veinticuatro años, un aspirante a estudiante de las artes plásticas y musicales. Nunca concluyó sus estudios de historia del arte, como así él lo quería, debido a que desde hace muchos años antes se vio en la necesidad de cuidar a su abuela, Greta, y fungir como su única compañía, tampoco tenía tiempo de dedicarse a su vida personal. Era soltero y no profundizaba mucho con las mujeres, a la única mujer que veía con impaciencia y desesperada convicción era a Frida, quien en muchas veces, ella, lo rechazaba, pero esté no se daba por vencido ante los constantes reproches de ella. Frida en ocasiones recaía en lo exagerado, pues, en momentos donde él quería destacar en su atención, ella sin más lo despreciaba.

Pablo pensaba que su carencia de amor era debido a la incomprensión que siempre en su vida asechaba. Desde muy pequeño tuvo que soportar los maltratos de su Padre, quien maniataba y golpeaba a su Madre con una fuerza brutal, su antipatía fue creciendo hacia los de su género. Poco después de la muerte de su padre, a causa de una sobredosis de alcohol y cocaína, su Madre perece debido a un soplo al corazón. Pablo queda a custodia de su Abuela materna. Greta tenía Demencia Degenerativa, y recordaba poco de su pasado y poco a poco iba desconociendo hasta a su propio nieto. En ocasiones, tenía ataques de histeria, decía que Pablo era un abusador que sólo quería tocarla y aprovecharse de ella. Con el paso del tiempo, los ataques fueron frecuentes, en ocasiones Pablo trataba de ocultar los arañazos que le proporcionaba su abuela utilizando camisas de manga larga, pero eso no era suficiente para esconder semejantes fisuras en su piel, debido a que las heridas se extendían, en ocasiones hasta la cara y a sus manos.
El sujeto era un tipo que habida tenido muchos problemas intrafamiliares, y eso afectaba su conducta, en ocasiones, no aguantaba ni siquiera la presencia de Evan, y muchas veces daba a notar su enojo y frustración cuando éste lo reprendía en el trabajo. Era un tipo incontenible, con amplias condiciones de volverse un enfermo mental, los antecedentes hacían más concreta esa teoría. Era propenso a heredar los cambios bruscos de su abuela.
De complexión delgada y demacrada, y gélida piel, no era ni apuesto ni comunicativo, su silencio le daba una apariencia siniestra que cambiaba cuando estaba en la Academia de Artes. Ante todo era un profesional, soportaba todos los dimes y diretes que la clientela lanzaba contra él con tal de tener siempre la razón. Él se hacía cargo de la Academia, casi todo el día, desde las once de la mañana, en que abría, hasta las nueve de la noche que cerraba. En ocasiones se daba una escapada para supervisar a su abuela, la cual se quedaba en casa sola siempre, pues su demencia no le permitía salir sola a la calle a distraerse, estaba recluida, aislada. Peculiarmente, a la hora de la comida, pedía permiso a Evan para salir y darse una vuelta a la casa. Evan lo veía que cada vez qué iba a su casa regresaba con la cara agachada, los hombros tumbados y la espalda encorvada. Era un hombre demasiado triste para su edad, las inclemencias de su pasado le habían forjado una desconfianza mutua con la sociedad y una apatía con su entorno. Lo único que lo tranquilizaba era ver a Frida, le encantaba verla sin que ella se diera cuenta cuando tocaba el piano en el aula donde se impartían las clases. Consideraba que era una muestra poética de lo sublime que era el arte en manos de una persona, por ella podría vivir siempre esclavizado a un lugar, si en recompensa pudiera mirar siempre a Frida. No le importaban los achaques y rechazos que ella le propinaba, siempre y cuando ella estuviera en frente de él. El Síndrome de Estocolmo que presentaba era algo placentero para él, no le importaba más que lo benéfico que le resultaba tenerla enfrente. Cualquier humillación era poca para enfermiza obsesión.
A unos pasos de la habitación de su Abuela, Pablo desactivó el celular del que había llamado a Evan. Su casa era tan carente de comodidades económicas como de afecto; lucía tan decrepito todo el ambiente.
Esperanzado en que Evan no tardase en llegar se dirigió a la puerta de la alcoba de su abuela, quiso soltar las lágrimas cuando por la puerta escuchaba a su abuela quejándose dolientemente, sollozando y al poco rato riendo a carcajadas. Pensó, que cuando su Abuela le faltara, él quedaría solo en el mundo, sin más nada de familia, pues, los demás se encontraban en España, y prácticamente él no tenía contacto con ninguno de ellos, relativamente pensaba que ellos ni siquiera se interesarían por él, sabia los lugares donde podría encontrarlos debido a que su abuela le había confesado en unas cuantas anécdotas, antes de enfermar, donde se encontraban; algunos eran de Cataluña, pegados a una zona rural del norte de la ciudad, pero no sabía nada más.

Se sentía inquieto mientras los segundos pasaban. Parecía enloquecer con los sonidos que se escapaban del interior de la puerta, haciendo que este se frotara las manos como sí sintiera frío. Se mordió los labios de su cara huesuda, y reclinó su cabeza en la pared al mismo tiempo que se deslizaba hacía el piso. Tumbado ahí, considero sus alternativas, no contaba con nadie más que con la Familia de Evan. Se recordó hace años cuando entró a trabajar en la Academia de Artes, Evan no parecía muy convencido de contratarlo, pero fue al final aceptó.
Miró la hora en su reloj de pulso y se trastornó al verlo. Su reloj marcaba las 11:31pm y por momentos pensaba que quizá Evan no acudiría a su llamado.
«Rayos, si no vive tan lejos» pensó mientras se mordía las unas de la impaciencia que le provocaban los ruidos de la habitación.
Aguardó un momento con los ojos cerrados y confió en que no tardaría mucho. La casa de los Rivera se encontraba a menos de diez minutos en automóvil, teniendo en cuenta de que Evan llevaría su carro, teniendo presente las horas de la noche. Recordó la última vez que había tenido que llamar a Evan para que viniese a ver a su abuela, en un ataque de violencia arrojo contra la pared todo lo que se encontraba a su paso, retratos, vidrios y cuanta cosa tomara entre sus manos. Reverberó en aquella ocasión se encontraba en una plática con su Abuela, y que de buenas a primeras ella le aventó un vaso de vidrio, el cual alcanzó a esquivar con habilidad, minutos antes se veía tranquila, y en aquel momento todo había cambiado, pues, le gritaba que él no era su nieto y que se alejara de ella. Esa pesadez en el corazón ya se le había hecho un hábito, prestamente sabía cuándo su Abuela sucumbiría ante un ataque de locura, y aun que lo sabía con certeza, aun le temblaban las manos cuando intentaba sujetarla para controlarla.

Le cayó de extraño que ninguno de los vecinos se hubiera jactado del escándalo que su abuela hacía, frecuentemente, el Señor Enrique, su vecino de la derecha, un hombre gordo y mal encarado, acudía molesto a tocar la puerta embrutecido, argumentando que su esposa estaba enferma, y que si no podría controlar los ataques de su abuela, que la mandara aun manicomio. Pensaba que aquel señor estaba más loco que su misma abuela, pues en ocasiones el hombre se sentaba a llorar en los escalones de la entrada de su casa.
Meneó la cabeza para disipar todos sus pensamientos, y en ese momento escuchó que tocaban a la puerta, se reincorporó y aceleró sus pasos hasta llegar, elevando plegarias para que fuese Evan y no aquel señor protestante que tenía por vecino.


* * *

En los muchos recuerdos de su lejana juventud, Greta Ballesteros, la anciana díscola y abuela de Pablo, se mecía en el borde de su cama abrazando una almohada, que la tenía apegada a su pecho. Le cantaba una canción de cuna. Aludía a la almohada la calidez de su nieto, como si esté estuviera entre sus brazos. Un temblor le recorría la mano, mientras sentía cómo un hormigueo le acechaba los cartílagos raídos por la flebitis. Sus ojos abiertos como platos deslucían su decrepita estabilidad emocional.
Los médicos que la atendieron, en los años donde empezaba a perder momentos de lucidez, ameritaban su problema a todo lo ocurrido en su juventud, pues había formado parte de una sociedad en España, que tuvo que verse en la necesidad de huir y dejar a sus familias, en los problemas políticos de los años 60´s, huyó de España en compañía de su esposo, cruzaron el Atlántico y se instalaron en la Ciudad de México, de ahí pensó, que nada volvería a ser igual. Pero todo se volvió distinto a lo que pensaba después de la muerte de su esposo, ella siguió a Lucia, su única hija. Lucia había nacido en México, creció bajo el yugo de la cultura mexicana, y era una apasionada al arte y la historia prehispánica, su especialidad la cultura maya, en uno de sus tantos viajes conoció a Armando Acevedo Pintor y expositor de pinturas originales, su cruz y su marido, su compañero de miles de batallas, la persona que la vio desarrollarse como experta escritora de la cultura Prehispánica en Mesoamérica. Al principio todo fue felicidad y regocijo, ella llevaba sus obras y sus publicaciones al máximo, se llegó hacer de un gran prestigio entre los editores y editores que halagaban sus obras. A diferencia de Armando, ella contó con diversas ventajas para exponer sus escritos, sus investigaciones eran bien catalogadas en gran parte del territorio Latinoamericano, y lugar donde pisaba, lugar donde dejaba huella. Para Armando fue más difícil. Él era pintor y escultor, un hombre con carácter fuerte pero afable la mayor parte del tiempo, principalmente cuando él y su esposa coincidían en casa. Inevitablemente su carrera fue a declive, la originalidad de sus obras estaban puestas en tela de juicio, muchos conocedores del arte lo atacaban de robar ideas y conceptos de grandes pintores como Salvador Dalí y Pablo Botero. Tema del cual sucumbió su carrera como artista, no hubo un momento de tranquilidad en mucho tiempo, y aun que tenía la tranquilidad de vivir estable con su mujer, se sentía un inútil, pues el arte era lo único que consideraba que sabía hacer. Comenzó a beber después de que varias revistas, después de una exposición, publicaran:


“Fraude o Plagio. El pintor y escultor Armando Acevedo, presentó su nueva colección de obras, donde deja ver una gran cercanía de creatividad, pues a leguas se nota su gran “influencia” con obras ya presentadas mucho tiempo atrás por grandísimos maestros de la pintura. Muchas de las obras fueron mal catalogadas por los expertos del Arte, argumentando, estos, que era una ofensa para grandes pintores de la talla de Salvador Dalí y Pablo Botero. Lo tacharon de falta de originalidad y compromiso con el arte. Simplemente para ser un gran artista falta algo más que las simples ganas de crear algo con las manos. El talento, según palabras del rector de Instituto de Artes de México, es una de las grandes maravillas que tiene el ser humano, la posibilidad de crear algo que sea sublime a la vista de los observadores, representa la clave del esmero con que trabajan miles de Artistas en el mundo. Pero nada de esto es algo que destaque en el ímpetu de un artista. Me voy decepcionado por tan aberrante exposición”.


Lo que pasó después fue totalmente predecible, Armando, comenzó a beber y a perderse en las drogas. Era un adicto al alcohol y a la violencia y a la perversión, ya no quedaba nada de aquel intelecto artístico, de aquella sensibilidad poética a cada trazo y a cada moldura que sus manos en un pasado hicieron. Su carácter se fue trastornando hasta llegar a los golpes propinados a Lucia, y es que su ego machista no le permitía que su mujer fuera superior a él. Su desquicio termino en la basura, después del declive de su carrera, rara vez trataba de sostener en la mano y sentir lo que en antaño un pincel le hacía hacer. Un hombre desubicado es un peligro para su entorno. Su carácter voluble talló las fibras de su matrimonio y corrompió con violaciones a Lucia, el cual el producto fue Pablo.

A Greta, también le habían tocado tundas proporcionadas por ese mequetrefe absurdo. En pos de defender a su única hija que estaba embarazada y tenía que aguantar, primero que nada, los gritos y los arrebatos de furia hasta llegar a los golpes y las trasgresiones sexuales. El alcohol le alimentaba de todo aquel valor que en sus cávales no mostraba. En varias Grata trató de defenderse, pero era prácticamente inútil, pues, las fuerzas de un hombre alcoholizado, drogado y embrutecido, solían ser más que infinitas para una simple mujer de edad avanzada. Y con abstinencia, sucumbía también ante los golpes.

Se decía que él había sido el terror de sus vidas, la parte oscura que no quería recordar. En sus pocos tiempos de lucidez, los dedicaba para mirarse en el espejo y cepillar su larga cabellera gris. Pero de la tranquilidad pasaba a la tristeza y al llanto, cuando en el reflejo del espejo veía imágenes de Armando golpeando a su Lucia, esto le hacía perder la cordura y regresar a su estadía de locura.

Acaricio una vez más la tela de la almohada, dibujo una sonrisa en su
rostro al sentir la suavidad de la superficie.

—Mi pequeño Pablo —comenzó a decir a solas—, no temas, tu abuela siempre te va a proteger. No dejará que el ingrato de tu padre te haga daño. Ya no.

Con su mirada situada en la tela de la almohada, sus labios secos besaban sus manos, que se enroscaban alrededor de su pecho.

De pronto sintió un halito de nerviosismo, y sus ojos empezaron a emerger de la comisura ocular, sus manos apretaron la almohada con súbita fuerza, como si un lejano rencor se hubiese apoderado de ella en ese preciso instante. Se levantó de la orilla de la cama y miro su habitación con ira, enjaretó su mano por detrás portando la almohada con el puño cerrado. Con un rápido y fuerte movimiento azotó esta contra el mueble que yacía frente ella, una cómoda donde estaban depositadas varios artilugios, recuerdos de su esposo, así como un joyero donde almacenaba muchos reglaos de su juventud.

Con la mente desquiciada, comenzó a golpear todo lo que se le ponía en frente, en cuestión de segundos el aspecto de la habitación había cambiado drásticamente. Había perdido totalmente la lucidez, y su mente le jugaba malas bromas. Escuchaba voces en el interior de la habitación, que más bien venían del interior de su cabeza. Greta en momentos como este, se comportaba de manera más que exagerada, sus fuerzas parecían no ser precisamente de ella, y era por esa causa, que Pablo salía golpeado y rasguñado al tratar de detenerla, pues en ocasiones los rasguños eran tan severos que se notaba el desgarramiento de la piel y la carne.

Comenzó a gritar conforme su ira aumentaba, tras unos instantes de desatada locura, acompañada de altos improperios, se detuvo drásticamente en una esquina de la habitación, súbitamente cayó al piso de rodillas. Sintió dolor cuando sus rodillas chocaron contra el piso, pero como si fuera un animal enardecido, contuvo el dolor. Inclinó su cabeza hacía en frente dejando caer su larga cabellera grisácea sobre su cara. Sólo la luz suave de la luna, que entraba por la ventana, alumbraba la silueta de su cara, dándole a esta un aspecto tétrico a contraluz con la luz ámbar de la habitación. De su rostro destilo una sonrisa maniaca, al escuchar voces en el pasillo de la casa.



* * *

Evan entró a la casa después de que Pablo la abriera, el chico tenía los ojos húmedosy la cara enrojecida.

— ¿Dónde está?—preguntó Evan con aire pragmático.
Pablo señaló la puerta de la habitación que estaba casi al final del pasillo principal.
—Ella misma se encerró —dijo Pablo con preocupación—, pensé en derribar la puerta, pero esta desquiciada. No quiero lastimarla… y mucho menos que me lastime.
Evan torció la boca, sabía que el muchacho sentía pánico cuando veía a su abuela en ese estado. Pues, no lo reconocía.
— ¿Seguro que le diste el medicamento?
—Sí, seguro. Después de eso, espere a que se quedara dormida. Pero al salisteis del cuarto, escuche como ponían el seguro por detrás de la puerta. Fue entonces que me di cuenta de que estaba equivocado.
Evan trato de girar la cerradura de la puerta, sucedió lo más lógico la puerta no accionaba, después miro a su alrededor y levanto la voz:
—Greta, ¿Me escucha?
La sala se silenció por completo para escuchar algún susurro que viniera del interior de la habitación. Evan pegó su oído a la madera de la puerta. Entre el silencio logró percibir una respiración acelerada, casi como si estuviera frente a él, por un momento pensó que Greta estaba de pie de tras de la puerta, y esto le hizo sentirse intimidado. Aquella mujer tenía una mirada pesada, de esas que es fácil detectar cuando te observaban, de esas que te intimidan como una bestia al acecho. Evan trago la saliva e intentó de nuevo:
— ¿Greta? ¿Puedes escucharme?
Pablo se posicionó lentamente a la derecha de Evan, lo miro con nerviosismo y sacudió la cabeza. Evan le respondió de la misma manera.
Pablo supo entonces que era su turno.
—Abuela…—dijo lentamente como si su voz hubiese adquirido miedo de repente— ¿Estás ahí?, abre por favor. Evan y yo queremos hablar contigo.
Pero no hubo respuesta, aunque se seguía escuchando la misma respiración precipitada detrás de la puerta. Un pequeño empujón desde el interior de la habitación sobresaltó a Evan, quien se separó inmediatamente de la puerta, movido por la furia que se desprendía del interior. Evan miro a Pablo, que parecía al igual que él tan impresionado por lo que acababan de presenciar, sin saber porque los dos se encogieron de hombros mirándose perplejos. Evan ceño el gesto de su cara.
— ¡Abuela!—comenzó a escandalizarse Pablo—, abre por favor. Está aquí Evan, va a revisarte. ¿Quieres dejarnos pasar? Queremos hablar contigo.

—Greta —dijo Evan—, déjenos entrar, por favor—toco un par de veces la puerta, esperando alguna respuesta desde adentro.
Después de un molesto silencio, un estruendoso sonido gutural irrumpió detrás de la puerta. Pablo gesticulo los ojos como platos, impresionado, comenzó a golpear la puerta, pero su desesperación se diluyo cuando de repente su abuela comenzó a carcajearse, su risotada burlona, era molesta, casi como el sonido de una hiena.
— ¡Greta abra!—ordenó Evan.
Tocaron ambos la puerta.
— ¡Abue…!—Comenzó a decir Pablo. Cuándo la puerta comenzó abrirse.
La habitación estaba casi a oscuras, una luz ámbar destilaba desde el buró a un lado de la cama, que se mezclaba con la fría luz de la luna de media noche. Evan sintió un escalofrió al ver la silueta de Greta desplegada sobre la cama, erguida como si estuviese esperando algo, era una sombra espeluznante que brilla por la fuerza de las luces a ambos costados. Evan terminó de abrir la puerta, hasta que ésta chocara la pared.
—Greta—se asombró Evan al notar la postura de la anciana. En su experiencia como Psicólogo había visto muchos casos extraños, pero hasta ese momento esté era el que más lo tenía asombrado. Sacudió la cabeza para deshacerse de aquella impresión.
Pablo todavía boquiabierto, se apresuró a presionar el interruptor de la luz, habiéndolo hecho echó sus pasos hacia atrás, dejando en manos de Evan lo que pasara a continuación.
Evan comenzó a avanzar, sintiendo una fuerte pesadez a cada paso que daba. Sus manos se dotaron de tal fuerza que sus nudillos se volvieron blancos de la presión que ejercía cada falange de su esqueleto. A unos centímetros de distancia, Evan sintió un frío que le recorrió paste de la espalda, su mirada se fijó a la anciana que tenía en frente. Se sintió tan extraño, casi como intimidado, no era un sentimiento cercano.
Así que extendió su mano para trastocar a Greta.
La mujer continuaba sobre la cama, hincada con los hombros y los brazos desvanecidos, despreocupada y con la cabeza agachada, el cabello le cubría la cara, lo que le daba un aspecto sombrío y aterrador. Apenas se alcanzaba a visualizar el movimiento de su pecho al respirar.
— ¿Greta?—dijo Evan mientras se acercaba con la mano extendida. La mujer no hizo ningún movimiento, se mantuvo pragmática en su posición—, parece estar en shock—le dijo a Pablo sin voltear a verlo—, ¿seguro que le diste sus medicamentos?
—Sí—sonó titubeante—, tal y como nos lo indicaste.
Evan pasó su lengua humedeciendo sus labios, se le habían secado por completo, miro extrañado por la pose inexpresiva de aquella mujer. Comenzó a escrutarla con la mirada en busca de violencia hacia ella misma, pero no tenía nada, a excepto de una mancha rojiza en el ante brazo, como si previamente se hubiese golpeado con algo. Pero al indagar más a fondo, vio que un hilo rojo descendía por su cuello. La sangre provenía de su cabeza, al ver esto, hizo una seña a Pablo para que se acercara. El obedeció y miró a la expectativa. Se puso la mano en la boca para evitar que un pequeño quejido se le escapara. Miró confundido a Evan.
Evan lo miró por la colilla del ojo, y, sólo se encogió de hombros.
Agudizó la mirada en busca de más rastros de sangre, o de algo importante. Nada.
Súbitamente se echó hacía atrás, cuando Greta profirió una risa, era un sonido agudo como si estuviera imitando la risa de una niña. De pronto en un rápido movimiento Greta estiró su mano y apretó el brazo de Evan, el cual se quedó estupefacto con aquel movimiento, la rapidez con la que lo había tomado no era propia de una mujer de su edad. Evan nunca la había visto así, desde que la atendía, Greta siempre fue una mujer abnegada, nunca se oponía a los tratamientos, y rara vez veía una conducta inadecuada cuando estaba en su presencia, pero todas las cosas que hacía a solas y las heridas que le propiciaba a Pablo le hacían reflexionar sobre el peligro que está representaba incluso para su propio nieto. En varia ocasiones Evan le había sugerido a Pablo que la internaran, ya que en ocasiones, un enfermo mental puede actuar repentinamente con agresiones, incluso llegar a asesinar en medio de su locura. Pablo no quería, aun y con las agresiones Greta seguía siendo su abuela, su único familiar y el único contacto por el cual seguía persistiendo.
Pablo tenía el rostro con lágrimas. Mirando despavorido la cara de su abuela.
— ¡Suéltalo abuela!—exclamo Pablo.
Evan lo miró y alzo la mano indicándole que no hiciera ruido.
—Greta, ¿me escucha?—no hubo contestación, pero su mirada se mantenía seria chocando con la de Evan.
El rostro de Greta se mantuvo con un destilo de odio en su mirada, de pronto frunció el labio superior sólo para mostrarle el colmillo izquierdo, en gesto que la hacía parecer más una bestia rabiada con ganas de morder.
— ¡Abuela!—Pablo se acercó para sostener a su abuela.
Evan no sabía si sucumbir ante la aterradora mirada de Greta y mostrar la impasibilidad que el sentía. Las unas de la mujer se empezaron a encajar en la piel de Evan, Evan fingió no tener dolor, y solo apretó la mandíbula para contenerlo un poco, su piel y su sangre empezaron a hervir, su mirada pareció retar a la de Greta, quien ya tenía a Pablo encima tratándola de separar. Entre los jaloneos y los intentos de Pablo por contener su abuela, Evan pudo zafarse por fin, pero nada bueno ocurrió con su brazo, el cual tenía cuatro rasguños que le habían desgarrado la piel, y por los cuales ya se empezaban a teñir de rojo, el jugo de su cuerpo se estaba drenando. Evan no se percató en el momento, mas sin en cambio Pablo sí.
—Evan —lo llamó Pablo con preocupación evidente, le señalo con los ojos su brazo—, tu brazo.
Evan miró su brazo ensangrentado, las líneas rojas por las que manaba sangre comenzaron a arderle convirtiendo su aparente tranquilidad en un gesto leve de ardor contenido. Frunció el entre ceño, por un momento se sintió tan disgustado que pensaba que lo mejor era sedar a aquella mujer de inmediato, y así evitar cualquier confrontación, y hablar con Pablo para que la llevasen a un hospital psiquiátrico, pensó que quizás eso después se lo podría proponer, por ahora, lo primero era tranquilizarla.
Pablo estaba sobre de ella en un acto aventurado por detenerla, tenía las piernas abiertas como deteniendo a un peligroso animal salvaje, su mirada conmocionada revelaba su debilidad que como nieto poseía.
—Evan —gritó—, ayúdame.
—Voy, aguarda.
La mujer gruñía como una pantera y proliferaba sonidos muy extraños, pataleaba y hacia fuerzas incesantes con tal de liberarse de su nieto.
— ¡Suéltame! Maldito. Eres débil, por eso tus padres no te querían, por eso tu padre te golpeaba porque pensaba que siempre serias su decepción.
Evan comenzó a salir de la habitación para hurgar entre las cosas de Greta, recordó que en una ocasión pasada había dejado una ampolleta de diazepam (Valium) guardada en el cajón de una alacena en pasillo. Allá se dirigió, a paso apresurado, llegó hasta la vitrina, reviso el primer cajón, pero no vio nada.
—Pablo ¿dónde dejaste el diazepam que te deje en el cajón de la vitrina?
Del interior solo se escuchaban los gritos de Greta. Evan supuso que Pablo estaba memorizando en qué lugar la había dejado.
—En el segundo cajón de arriba hacia abajo. Date prisa—apresuró Pablo a Evan, quien para ese momento ya estaba escrutando el cajón.
El cajón era lo que se suponía un botiquín improvisado donde guardaban todo tipo de medicamentos y aditamentos médicos como; jeringas, algodón, gasas y banditas para cortadas pequeñas. Lo que más abundaban era los residuos de pastillas y trociscos y capsulas, así como uno que otro jarabe para la tos. Evan no ubicaba la caja del diazepam.
— ¿Dónde?
—Hasta el fondo. ¡Apresúrate!
Se apresuró a sacar por completo el cajón, deposito sobre la mesa del comedor el contenido de éste, y encontró por fin la caja, abrió la caja no con cuidado, sino que partió la envoltura como si fuera una bolsa de papas fritas. Tomó del interior uno de los frascos ámbar de dos mililitros, y lo miró un poco antes de trozarle la punta al frasco, agarró del tiradero que yacía en la mesa una de las jeringas, la abrió rápidamente con los dientes e introdujo la aguja en el frasco, absorbió el líquido, y tras un pequeño revoloteo de su mano se dirigió al interior de la habitación. Pablo se encontraba desesperado.
— ¿Ya?—dijo Pablo, quien estaba a punto de soltarle las manos a su abuela.
—Ya. Sostenla, con fuerza.
Pablo comenzó de nuevo a forcejear, haciendo uso de las fuerzas que aún le quedaba. Evan tenía la esperanza de que la ampolleta surtiera efecto muy pronto, no tenía ganas de formar un escándalo, suficientes problemas tenía Pablo con su abuela como para echarse encima a los vecinos.
Enrabiada, Greta bufaba en el último hastió de fuerzas que fue capaz de producir, su voz ya estaba ronca y gemía débilmente, Evan pensó que si no sería a causa del diazepam, sería a causa del cansancio por lo que Greta se desvanecería en cansancio. Pablo la sostuvo von fuerza, extendiendo los brazos de su abuela como si la intentara crucificar. La piel pálida de la anciana había enrojecido debido a la presión de sus músculos y sangre, aún tenía la mirada clavada en Evan, cuando entró por la puerta, Evan la sintió como si fuese un cuchillo acercándose. «Es aterradora su mirada», pensó, mientras se acercaba y empuñaba con la mano derecha la jeringa, para introducirla en la piel de Greta.

La mujer arrugó cada célula de su cara para demostrar un gesto violento y ausente de toda afabilidad, meneo la cabeza una y otra vez en señal de repulsión. No le gustaba la idea de que la durmieran.

Evan se sintió incomodo al introducir la jeringa en el brazo de Greta, eran pocas veces las que Evan había inyectado a uno de sus pacientes, se sentía anodino y en contra de sus principios, pues él casi no recurría a esas estancias de sedar a un paciente. Se tuvo que apoderar de sus sentimientos y apretar el percutor del líquido dentro de la jeringa, cerró los ojos y los abrió por la sensación de una mirada pesada.

Era Greta quien lo miraba más tranquila. Después de dos suspiros comenzó a desvanecerse, pero, no todo terminaba ahí, cuando Pablo pensaba que su abuela había cedido, ella abrió los ojos y dijo:

—Evan —empezó la mujer hablando entre cortado debido a la rápida acción del diazepam. Respiró profundamente—, No sabes que ganas tengo de hacerte pagar por lo que hiciste. Mal…

Evan se quedó perplejo, y Pablo empalideció aún más de su color habitual, los estaba confundidos, ¿Qué habrá querido decir Greta con esa amenaza lanzada hacia Evan? Evan encogió los hombros al percatarse de que Pablo lo observaba, exhaló el aire que había contenido en sus pulmones durante el acto, sintió un gran alivio al hacerlo. Miro a su alrededor y se dio cuenta de que estaba sudando más que el mismo Pablo, siendo que Pablo había hecho toda la labor brusca. Se acercó a Pablo y lo tomó por los hombros buscándolo llevar a la sala a tomar un respiro. Pablo sugirió afuera, estaba tenso todavía y quería salir a respirar un poco de aire frío.



* * *

La oscuridad de la noche, tenía una temperatura fría, pero precisamente eso era lo que buscaba Pablo, era traumático haber visto a su abuela de esa manera, nunca, desde que tenía uso de conciencia, había visto en ese estado, y tampoco desde que su demencia iba avanzando. Lo que más le resultaba extraño, eran las fuerzas que había adquirido ella, necesitó mucho del potencial de su cuerpo enjuto, no era mucho pero nunca se había visto en la necesidad de amagarla y de mostrarle sus fuerzas. Estaba convencido de que si Evan hubiese tardado un poco más, seguramente su abuela se le hubiese soltado y sin mayor remedio el saldría perdiendo, pues ante la imagen agresora de abuela no tendría más remedio que ceder a sus golpes. Tal vez, tenía razón su abuela, era débil, y quizás por ello era que su padre nunca le mostró una caricia, nunca recibió un beso en la frente como sus compañeros del colegio, que cuando se despedían de sus padres, ellos cariñosamente les acariciaban la mejilla y se inclinaban hacia delante y les daban un beso en la frente o en el cachete. Pablo nunca había sentido que eso fuera algo normal, y menos en su vida, sólo se conformaba con el cariño y el amor de su madre, quien no importándole el desprecio que Armando —el padre de Pablo— le expresaba a Pablo, ella se mantenía en su estado de madre abnegada, ella era la única junto con su abuela que le habían dado motivos de cariño, por eso él las guardaba en un gran altar en su corazón. Pablo siempre pensó que su madre debía de haber estado mal por soportar tanto a su padre, a ciencia cierta cría que ni él mismo se soportaba, caía en los estados exageración y brutalidad con la facilidad que en cuestión de segundos cambiaba de parecer y se postraba con una naturalidad queriendo remediar sus males, como si nada hubiese pasado.
Recordó que su padre nunca les platicaba de su familia, por lo cual nunca supo si tenía abuelos, tíos, primos. Su vida siempre fue un misterio enredado en la oscuridad, una oscuridad que siempre era cobijada con el alcohol y las drogas. Pablo por su padre, ya no sentía lastima, y recordaba que a muy pronta edad él dejó de quererlo y referirse a él por el seudónimo de padre, prefería llamarlo simplemente… Armando. Él había dejado de ser su padre desde el día en que comenzó a declinar y descargar su furia con su madre, sabía que había pasado por un trago amargo, pero nada era suficiente para descender de la melancolía y permanecer permanentemente encerrado en la ira y el rencor, no era correcto que todo eso significara recargar todo su odio en contra de los que siempre lo apoyaron, desde ese momento se dio cuenta de que las personas recuren a desprecio y siempre terminan desquitándose con los demás. Pero lo que más le dolía era nunca haber disfrutado él, pues desde que tenía uso de memoria su padre siempre lo desprecio, lo sobajaba como si fuera algo, un artilugio que del cual se podía deshacer en cuanto ya no lo necesitase.
Entre la negrura de la noche y sus recuerdos, sólo le había quedado la figura de su abuela. Él la veneraba y nunca le haría daño, al menos, eso fue lo que él le había jurado el día del sepelio de Lucia su madre. Se habían quedado solos, sólo se tenían el uno al otro, su mundo estaba disminuido al cariño que se tenía, ese cariño que evidentemente se veía profanado por la demencia degenerativa e histérica de su abuela. Es extraño que una persona se acostumbre a los maltratos, pero él, ya lo estaba haciendo. Toda su vida había renqueado de la misma pierna lastimada por la humillación desde su padre hasta llegar a la tétrica enfermedad involuntaria que su había presentado. No le guardaba ningún rencor por los hechos ocurridos esa noche y ni el pasado, pues sabía que él no tenía el derecho ni la jerarquía para juzgarla, como buen descendiente de españoles, era católico y lo demostraba a diario, pues al salir de casa por las mañanas, siempre se persignaba y se encomendaba a Dios, como su abuela y su madre le habían inculcado desde niño, él era un buen religioso y seguramente si no hubiese inclinado su vida hacia el arte y la música seguramente hubiese asistido a algún seminario parroquial, o algún retiro espiritual para convertirse en sacerdote. Posiblemente nunca sería tarde para intentarlo, pues su decepción amorosa en ocasiones le hacía pensar que sería la mejor opción. En su mente siempre estaba el nombre de Frida, él ciertamente la amaba, seguramente sería el único sentimiento delicado que sentía por una persona, pero nunca tuvo suerte con ella. Seguramente ella terminaría casándose con un hombre de dinero, o algún músico famoso, estaba claro que ella no era para él, nunca podría darle lo que ella se merece, pensó que sus vidas eran tan distintas que seguramente ella nunca sentiría un ápice de amor por él, a todo eso él ya se había resignado, pero prefería ser su sombra, aguardar en el momento indicado para cuando ella lo necesitara. Aunque pudiera que ese momento nunca llegase.
Pablo consideraba a Evan como un padre, sencillamente él había abarcado la única figura masculina en su vida, por lo cual le debía mucho de su educación, se sentía orgulloso de ser su mano derecha, pues aunque Evan tenía a Frida dando clases en la Academia de música, era Pablo quien se encargaba de todos los acontecimientos importantes, recordaba a menudo que a Frida nunca le gustó esa competencia, aborrecía ser comparado con él, pero él permanecía tranquilo pues sabía que él tenía algo que ella simplemente nunca conseguiría: Tener calma. Pensaba a menudo que ese era su mayor virtud. La gente desespera ante los momentos difíciles, y es precisamente eso estado de vulnerabilidad, lo que las hace, inconscientemente, cometer los peores errores de sus vidas. ¿Qué se podía esperar de una persona que había vivido doblegada toda su vida? Esa mentalidad lo había llevado hasta donde se encontraba, propiamente, no era la gran cosa, pero se sentía orgulloso por ello. Y sabía que Evan también lo estaba por él.
Sólo había una cosa que no le agradaba de Evan; su mirada, o la forma en que lo miraba. A veces encontraba en sus ojos un índice de desconfianza que al él no le agradaba, pues aunque sabía que podía confiar plenamente en él, no lo hacía. ¿Por qué?, era una pregunta que quizás con él tiempo se esclarecería, pero en aquel momento, sabía que Evan era la persona que más lo apoyaba en el mundo.
—La contuviste muy bien, Pablo —dijo Evan mientras exhalaba el humo de un cigarrillo que portaba en la mano derecha.
Pablo detestaba que Evan fumara, siempre le terminaba reclamando del por qué seguía un tratamiento para dejar de fumar si nunca hacía el propósito por dejarlo.
Pablo tosió.
—Es incomprensible que mi abuela tenga esas fuerzas, o ¿es que no he comido muy bien en los últimos días?
Evan se encogió de hombros, enarcó las cejas.
—No lo creo así, también a mí me sorprendió. Nunca la había visto de esa manera, si no fuera psicólogo creería que se trata de una posesión demoníaca.
Pablo hizo un ademán con la mano derecha, suspiro y miró el cielo fríamente estrellado, se sintió tan pequeño en ese momento que quiso llorar, no sabía que más agregar, y es que el estado de su abuela no era lo normal, y realmente no hubiera sabido que hacer si Evan no hubiera acudido a su llamado.
—Las posesiones demoníacas son un protocolo utilizado por la iglesia para silenciar a la ciencia en circunstancias que ni la mente consigue entender; es como la gravedad. Todos sabemos que está ahí pero no podemos tocarla, no es algo que podamos oler, oír, o degustar —comentó Evan, asumiendo que el chico estaba cayendo en un estado de tristeza.
— ¿Qué voy a hacer Evan?—preguntó Pablo que se había dejado caer en los escalones de la entrada.
— ¿Qué vas a hacer, de qué?
—Sí, ¿Qué voy a hacer cuando mi abuela me falte?
Pablo se expresó con tanta melancolía en sus palabras que Evan se estremeció ahí parado en el muro de la entrada, supo que el Pablo se encontraba solo en esta vida. En alguna ocasión le había contado de su familia, pero nunca los conoció, sabía muy poco de ellos, quizás Evan sería la única persona que le quedase a Pablo.
—No pienses en eso —trato de reconfortarlo Evan—, sinceramente me tienes a mí, tienes a Zoé, y a…
Pablo sosegó una risa que más bien sonó como un bufido.

— ¿Y a Frida? —completó Pablo con un tono de insatisfacción.

—Sí, aunque lo dudes.

Pablo encogió sus piernas y depositó su barbilla en la unión que formaban sus rodillas, su cuerpo delgado de hacia hacer cosas que muy pocas personas podían. En una ocasión le comentó a Evan que iba caminando hacía casa, ya era noche y lógicamente estaba oscuro, habitualmente su camino de regreso a casa era un penumbroso sendero que atravesaba por callejones y basureros, casi doblando la última esquina para llegar a su hogar, lo interceptaron tres tipos corpulentos dotados con bates, en ningún momento pensó en hacerles frente, pues llevaba, lógicamente las de perder. Así que después de haber recibido un fuerte puñetazo en el pómulo izquierdo, aterrado y arrastrado por la adrenalina del momento, se vio en la necesitad de echar a andar sus pasos. Siempre fue un chico rápido y más cuando sus impulsos se adueñaban del movimiento de sus piernas. En la secundaría nadie lo podía alcanzar, pero nunca le gusto el deporte. Le contó a Evan que tras entrar en un callejón del cual él no se había percatado de que era uno sin salida, se escondió entre escombro que atiborraba el callejón justo de tras de una lámina de aluminio, los individuos lo buscaron por todo el terreno, pero no encontraban nada. Parecía que no perderían la esperanza de asaltar a su primera víctima esa noche, pues su búsqueda no cesaba. Así pasaron unos minutos hasta que uno de los tipos recorrió la lámina en la cual se escondía Pablo, y trato de golpearlo con el bate, pero Pablo habilidosamente lo esquivo en un movimiento en donde intervinieron su necesidad e instinto de supervivencia, rápidamente se puso de pie y corrió de nuevo, pero hacia el lado equivocado, pues el limite era una pared de más de tres metros que pasaba por encima de una casa. Rápidamente escrutó el callejón en busca de algo que les hiciera retroceder a aquellos malandros, pero no había nada, ridículamente tomó del suelo un palo de escoba que se encontraba a la mitad, motivo por el cual los tres tipos se comenzaron a reír. Pablo torció la boca y tiró el palo, ya resignado a afrontar lo que viniera. Pero de repente mientras cerró los ojos y al abrirlos repentinamente, miró a un rincón, y se percató de una delgada luz que se trasminaba por la contra-barda de dos casas, el pasadizo era de un poco más de cuatro metros hasta el otro extremo, por el que solo pasaría el volumen de un niño. Pensó en por que no intentarlo, ya que su vida dependía de su intento, posiblemente saldría con algunos raspones, pero pondría su vida a salvo. Pues el estrecho camino conducía a la calle paralela a la que él estaba ubicado. Así que echó a correr por entre las paredes de ladrillo, y al ver que cabía muy bien se apresuró, no quería quedarse ahí para ver como los tipos corrían para atraparlo.

—A Frida nunca le he interesado—Reprochó Pablo.

Evan sabía que eso era más que una verdad, pues no tenía recursos para contradecirlo, su opinión era la misma realidad en la que estaba sumergido. Pablo hizo un gesto de disgusto, se apeó de sus recuerdos, y le dirigió una sonrisa a Evan.

—Gracias por todo.

—No muchacho, no tienes nada que agradecer. Estoy aquí para ayudarme, además creo que si yo me encontrara en una situación similar tú harías lo mismo. Aparte también de músico soy Psicólogo…

—Y también escritor—completó Pablo.

Evan sonrió de la misma forma en que Pablo le había sonreído. Hubo un silencio, y Evan contemplaba el vaho que despedía por motivo de la noche fría, se sintió débil, había tenido un día muy ajetreado, y en pocas horas le esperaba un día similar.

— ¿Que se siente hacer tantas cosas a la vez?—continuó Pablo.

—Un estrés impresionante…

Los dos rieron simultáneamente.

—Hay veces que no puedo con todo; la casa, el consultorio, la Academia de Artes, el ser padre y tío a la vez, no es nada fácil. Hay momentos en los que me harto de todo, pero no soy muy susceptible a los cambios de opinan; realmente cuando creo en algo lo llevo a cabo hasta sus últimas consecuencias.

— ¿Porque nunca volviste a hacer tu vida?

Evan miró el cielo, sus recuerdos empezaron a fluir, y su cuerpo empezó a reaccionar. Pues si había algo que Evan adoraba hacer, era precisamente eso; recordar.

—Mi vida está hecha, Pablo. Mi entorno está completo. Todo esté en plena sobriedad con lo que tengo…

—No —lo interrumpió Pablo—, no me refiero a todo lo que tienes, sino más bien a ¿porque nunca rehiciste tu vida con una mujer?, ¿porque desde que murió tu mujer, Marlen, nunca volviste a buscar a alguien? ¿Porque te dedicaste de tiempo a tus obligaciones como profesional y a Zoé y a Frida?

—Porque lo tenía que hacer. Siempre he mantenido esa estabilidad en mi vida, no por rehacer mi vida voy a descuidar lo que más quiero en éste mundo: Mi hija ha significado lo más sagrado que he tenido. Si alguna mujer llegase a estar conmigo tendrá que ser a costa de esto. Tendrá que aceptarme tal y como soy. Y principalmente con Zoé y Frida.

Pablo quedó convencido, que con las palabras de Evan, él sabría perfectamente todo lo que había sucedido en su vida, deducía que hubo un momento en que fue culminante, instante en que su forma de ser cambio drásticamente. Supo de la muerte de sus tías hacía más de trece años, de la muerte de su abuelo hace más de catorce y de la muerte que empezó a marcar su vida desde hace veintiocho años; la de su abuela. Pablo creía que era en parte por eso que respetaba tanto a Evan, su conocimiento sobre la estabilidad emoción era sutil, era una parte de la Psicología que todo mundo hablaba, pero nadie la llevaba a cabo. Sentía que mucho de lo que era en aquel momento se lo debía a las millones de charlas, que alrededor del tiempo en que llevaban de conocerse, habían entablado.

—Bueno, Pablo —dijo Evan—, tengo que irme. Por la mañana me espera un día más o menos como hoy, y más vale haber descansado un poco. Te agradecería que llevaras a tu mamá, quiero chequear como se encuentra, ¿sí?

Pablo lo miró y con toda confianza le extendió la mano. Ahí sentado en el suelo y sosteniendo la mano del que él, en ese momento, consideraba un gran hombre se dio cuenta que había aprendido mucho más que en mucho tiempo, Pablo comprendió lo mucho que la vida le tenía por venir. Termino por asentir a la propuesta de Evan.


RELATOS DE TERRO Y SUSPENSO
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Héctor Almanza Chávez ©




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