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jueves, 20 de julio de 2017

Relato 11 - Soledad Eterna



Soledad Eterna



El coche había volcado y se había salido de la carretera. Las láminas se retorcían con cada golpe que el coche daba en los árboles. El cuerpo de María se zarandeaba de un costado al otro nublando su visión. Los constantes golpes en la cabeza y el cuerpo la hicieron desmayarse. Su cuerpo continuaba precipitadamente hacia el vacío, hacia un oscuro bosque. Mientras la oscuridad engullía el coche y todo a su alrededor, una chispa proveniente del motor comenzaba a encender la parte inferior del coche. Pronto, y con cada giro del coche, todo el auto se convirtió en una bola enorme de fuego de más de una tonelada de peso, que rodaba con una furia destructora que derrumbaba y demolía todo a su paso.

Hace cinco días.

La venda en los ojos estaba demasiado ajustada al igual que la mordaza que le habían puesto en la boca. La incomodidad ya se había convertido en un dolor que cortaba parte de sus sienes y su ceño. El nudo era un muñón fuertemente ajustado, que por momentos se convertía en una hoja demasiado filosa. Podía sentir cómo su piel se iba partiendo y abría paso a la sangre que humedecía, momentáneamente la tela, para después convertirla en un costra ríspida y seca que tallaba contra su cara.
Sus labios se habían convertido en una tela árida, desprovista de saliva. Desde que la habían dejado ese lugar no le habían dado ni gota de agua o cualquier otro líquido que controlara su sed. Su estómago gruñía como un gato celoso por el hambre, y sus lágrimas ya se habían convertido en sal sobre sus mejillas.
A menudo trataba de moverse con sigilo para tratar de zafar sus manos de las ataduras tan dolorosas que le habían hecho. Las hebras de los lazos se le clavaban en las muñecas como finas espinas cortando sus muñecas.
Estaba sentada, mirando una débil luz que penetraba lúgubremente por la venda de sus ojos. No había ningún otro sonido a su alrededor, más que el de su respiración disimuladamente agitada. Quería soltarse y salir corriendo hacia el exterior, hacia la luz.
Fue entonces cuando pensó que tenía que actuar con calma. Que posiblemente, fuesen quienes fuesen sus captores, estarían ahí afuera jugando con una baraja española o al dominó. Detuvo todo movimiento y trató de pensar con claridad. Estaba secuestrada.
¿Cómo había pasado?; lo último que recordaba era haber estado de camino a casa, después de haber asistido a clases, en la universidad. Había sido un día muy agitado y difícil. Recordaba que llevaba un fuerte dolor de cabeza, sentía que le iba a estallar y no pensaba en otra cosa más que llegar a casa y dormir hasta el otro día. Pero, de pronto, a unas cuantas calles de su casa, una bolsa de tela cegó por completo su visión, su vista se nubló por completo y sintió dos pares de manos sujetándole los brazos y los pies. Trató de gritar pero otra mano le tapó la boca impidiéndoselo. Hubo una voz aguardentosa que les daba indicaciones a las otras dos personas que le sostenían. Pensó que el dueño de esa voz era el que le estaba cubriendo la boca:
«—Maneja tú —le decía a uno. La voz sonaba con autoridad—. Nosotros nos encargaremos de ella.»
El que la sostuvo por los brazos, la soltó de pronto, obedeciendo a lo que le habían ordenado. Sintió, inmediatamente, otra mano que la tomó por la espalda. Solamente la habían tomado para dejarla caer al interior de una camioneta. El golpe fue doloroso, contra la cadera. El golpe le produjo un poco de inmovilización en la pierna. Los gritos que intentaba proferir ya no eran por el acto de secuestro, sino por el dolor que había concebido con el golpe. Consiguió soltarse un poco de las manos que la sujetaban y arqueó la espalda para poder aliviar el dolor. No le surtió efecto completamente como quería, pero por lo menos aminoró el dolor gradualmente.
La camioneta se puso en marcha. Los hombres que la sujetaban la volvieron a sujetar, amarrándola de pies y manos. La bolsa de tela que traía en la cabeza la fijaron con cinta adhesiva, haciendo, con ésta misma, una mordaza que le obstruía el paso del aire. Soltó unas cuantas patadas. Sentía una opresión en la garganta, como si se fuera a ahogar.
La bolsa de tela se comenzó a humedecer debido a las lágrimas que brotaban de sus ojos formando dos manchas más oscuras que el total de la tela.
María tuvo arranques esporádicos de furia dirigidos con el único fin de propinarle a alguien un golpe. Su voluntad estaba debilitada, perpetuada y vulnerable. Fue hasta que todo se nubló en su vista cuando escuchó un quejido de uno de sus captores y éste le propinó un severo golpe en la cara que la terminó desmayando.


Hace cuatro días, por la madrugada.

La luz que alcanzaba a ver por la venda, se había esfumado hacía varias horas. Había terminado el día. La noche era demasiado fría, inhumana e inclemente. Ya no sentía las ganas de querer llorar. De hecho su desesperación había cesado. Era como si sus ganas de supervivencia hubieran cesado permanentemente. Solamente quería estar despierta por si algo ocurría. No quería estar distraída o dormida por si alguien entraba. Si la sorprendían desprevenida, sería un blanco fácil.
Ninguno de sus captores había entrado en aquel cuarto hostil. Nadie, desde que había despertado, le había dirigido la palabra. Solamente la habían dejado sentada en medio de la habitación.
Pensaba que si todo aquello era un secuestro, comenzarían a querer amedrentarla, posiblemente a golpearla y hablarle de su familia. Posiblemente ya se habían puesto en contacto con sus familiares. Pero lo raro es que nadie le había dicho nada de lo que estaba aconteciendo. No sabía nada en lo absoluto, nada más que lo que le susurraba la oscuridad al oído.
Si sus captores se habían puesto en contacto con su padre, él ya estaría juntando cualquier cantidad de dinero que éstos le pidieran. Para mañana estaría libre.
Su forma de ser optimista no le perjudicaba ni le beneficiaba, simplemente le hacía sentir seguridad. La seguridad que ahora necesitaba.
Abrigó la idea de su pronta libertad e inclinó la cabeza para poder conciliar el sueño.
El frío castigaba sus extremidades, pues no podía replegarlas para poder si quiera cubrirse con ellas. Comenzó a titiritar. Sentía una corriente de aire frío pegándole en la espalda. Inconscientemente su mandíbula inferior comenzó a temblar de la misma manera que su cuerpo.
No soportó más el frío y echó la cabeza para atrás. Con desesperación, comenzó a menearse de atrás para adelante, con la intención de hacer tambalear la silla en la que la habían sentado. Descubrió, por el débil movimiento de la silla, que ésta estaba clavada al suelo. Comenzó a hacerse para atrás con mayor fuerza, para poder romper la madera del respaldo.
Siguió la secuencia de la misma forma hasta que escuchó un crujido. La silla estaba casi vencida. Empujó con la misma furia sin pensar en nada más. En una envestida sintió cómo la silla se desarmaba. Por su mente brilló una luz esperanzadora. Su cuerpo cayó hacia atrás, chocando con el suelo, el golpe fue de lleno contra su cabeza. Su cara esgrimió un doliente rictus de dolor. Lo único que se había roto había sido el respaldo. Por lo que sus piernas, que estaban atadas todavía a las patas de la silla, permanecieron en su lugar. La parte intacta de la silla, por un momento, permaneció en su lugar, pero a los pocos segundos tambaleó y siguió el camino hasta el suelo, dejando caer el cuerpo de María por completo al suelo en medio de las clavaduras de la silla.
María emitió un quejido que se alcanzó a escuchar a unos metros. Sentía una cortada en el muslo izquierdo. En el exterior se alcanzó a escuchar el ladrido de un perro a lo lejos, acompañado de unas voces masculinas. Las voces sonaban rasposas. Parecían hombres ebrios, riéndose a carcajadas. La mirada de María, tras la venda, se puso en estado de alerta tratando de discernir alguna sombra que se dejara ver. Posiblemente eran sus captores.
El dolor del muslo no la dejó moverse con libertad. Apenas pudo arrastrase unos centímetros.
Después de unos momentos delante de ella, la puerta se abrió de un solo golpe. Escuchó las voces de sus captores:
—Mira nada más —dijo una vos bofa, torpe—. Creo que alguien se ha querido escapar.
María se retorció en el suelo. Pensó que ahora venía lo peor. Escuchó pasos aproximándose a ella. Comenzó a chillar.
—No. No. ¡No! —dijo al sentir que alguien le rozaba la pierna—. No me haga daño, por favor. Mi padre les dará todo lo que quieran.
Uno de sus captores comenzó a reír. Era una voz más seria que la que escuchó al principio. Recuerda haberla escuchado en el momento en que la subieron a la camioneta.
— ¿Y quién dijo que se trataba de dinero, ternura? —dijo.
María abrió la boca, sorprendida.
«¿Entonces?»
—Entonces ¿qué es lo que quieren?— chilló.
—Muchas veces no es el dinero lo que hace a alguien secuestrar a una persona —dijo la misma voz autoritaria.
—Nosotros tenemos todo el dinero que queremos —dijo una voz abrupta.
María trataba de seguir con movimientos de su cara el sonido de las voces.
—En ocasiones es simplemente ver a alguien que odias suplicar por la vida de quien ama. El sentido de la venganza en su estado más puro, es completamente desinteresado. Aquí no hay interés más que dejar a tu familia en el mismo estado en el que vimos nosotros a los nuestros. Si supieras la verdad, te cuestionarías para saber quién es el bueno en la historia.
María percibió el sonido de su voz como si algo estuviera obstruyendo su garganta en las últimas palabras.
—Nada te podrá ayudar ahora. Lo siento, jovencita, al caer aquí, solamente se ha activado tu cuenta regresiva. Sé que tú no tienes nada que ver con los problemas que tengo con tu padre, pero él hizo lo mismo con mi familia —quien hablaba guardó silencio. Se escuchaban pasos a los costados.
Alguien la tomó por los brazos y la alzó en un solo movimiento. Por poco le arrancaban la cadena con el crucifijo que su madre le había regalado por su cumpleaños número dieciocho. María trató de pelar en contra. Pero sus intentos fueron frustrados de manera que sólo la tiraron a un costado, su cuerpo chocó contra el muro. El muslo le volvió a doler al momento de caer. Era un dolor lacerante.
Un par de manos comenzaron a amarrarle la soga de los pies.
Se dio cuenta que había perdido uno de sus zapatos.
Se puso a llorar cuando los hombres se habían ido, cerrando la puerta de un fuerte golpe.


Hace tres días, por la noche.

María ya no distinguía ningún intervalo entre el día y la noche. Para ella no existía el amanecer, tampoco el anochecer. No había luz que acariciara su piel. Sólo una permanente oscuridad y silencio a su alrededor. Sus captores no le había siquiera dado algún alimento en el tiempo en el que llevaba oculta ahí. Tenía hambre. También sed. Está débil. Creía que por momentos que estaba mareada.
Se había despertado más por su hambre que por otra cosa. La mayor parte del día había estado llorando, preguntándose qué estaría haciendo su familia. Su madre, seguramente estaría preocupada, llorando por su ausencia. Su padre, consternado y moviendo sus influencias en todos los lugares posibles para poder encontrarla. Su hermana posiblemente estaría muy triste, buscando entre sus cosas alguna información que le dijera dónde podría estar. Posiblemente ella ya le habría dicho a sus amistades y ya se habría corrido el rumor de su desaparición a medio colegio. Nadie sabía dónde estaba, y si las aseguraciones de sus captores eran ciertas de que no era por dinero, sino una simple venganza, nadie se enteraría dónde moriría.
Pensó que, en dado caso que sobreviviera, su vida no regresaría a ser la misma. No tendría las fuerzas para soportar el bullicio de la gente, las miradas clementes de lástima y compasión.
Un sonido, como una respiración, llamó su atención. Movió la cabeza como una ciega.
—¿Quién está ahí? —dijo.
No hubo respuesta, sólo el sonido de un movimiento, era como si hubieran arrastrado algo.
—¿Quién es? —aseveró la voz.
María intentó ponerse de pie, pero con las manos y los pies atados, le fue imposible.
No recordaba haber escuchado a alguien entrar. Ni mucho menos que se escuchara algo.
La sensación de un animal agresivo la atemorizó. Recogió sus piernas y las pegó a su pecho. Aguantó su respiración como si fuera un ruido estridente que no le dejara escuchar con precisión. Unas gotas de sudor resbalaron por su frente hasta quedarse en la venda que le cubría los ojos.
Otro movimiento perturbador. Había sido otra vez un sonido como si arrastraran algo. Se inquietó aún más al pensar que se tratara de una rata y que se estuviera dirigiendo hacia ella.
—¡Aléjate! —trató de espantar lo que fuera que estuviera haciendo esos ruidos.
Los sonidos se hicieron cada vez más seguidos, hasta que una risa terminó por confundir más a María.
—¿Quién es? —preguntó con enojo.
La risa cesó.
—Te he visto dormir y no tienes la serenidad para hacerlo, cualquier sonido te hace respingar y terminas despertando— la voz era débil e infantil, contenía el encanto y el primor de una voz de niña.
María se sorprendió.
— ¿Quién eres? ¿Te estoy soñando? —preguntó mientras se acongojaba por su situación.
—No. No soy un sueño. Soy de verdad. Mi nombre es Agnes. ¿Tú cómo te llamas? —la voz de la niña parecía extrañamente despreocupada, como si no supiera por lo que María estaba pasando.
El tono de voz de la niña confundió a María.
— ¿Estás suelta? —le preguntó.
— ¿A qué te refieres?
— ¿A caso no me estás viendo?
—Sí.
—Estoy amarrada. ¿Me podrías desatar?
—No puedo acercarme. Tu crucifijo me lo impide.
María echó los hombros hacia atrás. Por un momento pensó que había escuchado mal.
— ¿Mi crucifijo te lo impide?
—Sí.
— ¿Qué tiene mi crucifijo?
—No lo sé. Pero me atemoriza. Me da mucho miedo. Mejor me voy.
María se inclinó hacia adelante.
— ¡No! Espera.
Lo último que escuchó fue como si unos pies descalzos caminaran y el sonido de sus ropas chocando contra el aire exterior.
María quedó consternada. La niña no había estado capturada en ese lugar, sino que había venido de afuera. ¿Qué estaría haciendo una niña, a mitad de la noche, en esa habitación?
Pensó que era podría vivir por ahí. Pero era demasiado extraño que una niña de la edad que parecía la voz anduviera sola a esas horas. Y ¿por qué le daba miedo su crucifijo?
Era algo irónico. Durante la noche pensó, en muchas ocasiones, en la niña. Pensaba en que estaba delirando. Nada de lo que tuviese que ver con ella tenía sentido.
Pasó el resto de la noche dormitando. Cualquier sonido le despertaba. En ocasiones le hablaba en voz alta a los sonidos que la envolvían en la noche. Tratando de comunicar que ahí estaba. Pero escuchaba que su voz no trascendía más allá del exterior de aquella habitación. Pensó que se encontraba en alguna especie de sótano. No se escuchaba nada detrás de la puerta y la única fuente de aire que tenía era por donde la luz, cuando era de día, entraba débilmente. Suponía que por ese mismo lugar había entrado esa niña, en dado caso que fuera realidad.
Al paso de los minutos sus párpados adquirieron peso. Terminó tumbándose en el suelo y se sumió en un profundo sueño.


Hace dos días, por la tarde.

Tenía el brazo izquierdo aturdido, se había quedado dormida todo el día. No tenía nada mejor que hacer. Se había convencido que sus captores no querían otra cosa más que matarla de hambre. Ninguno de ellos tenía intereses sexuales en ella, y ninguno había demostrado quererle hacer más daño, más que el que se muriera de hambre. Comenzaba a sentirse completamente débil. Incluso, le costaba mucho trabajo el levantarse. A menudo, sus piernas eran atacas por calambres que ya no se esmeraba por controlar. Ya sólo sentía ganas de dormirse y no despertar más.
El olor de su propia orina se había impregnado en sus ropas, a la vez que se había mezclado con el espeso olor de la humedad, haciendo que el hedor fuera algo insoportable.
Sintió pena y resignación por ella porque pensaba que ya no pasaría de ese día. En pocas palabras suplicaba que así fuera, que si había alguien escuchándola, le arrebatara la vida.
Algo que no le había ayudado mucho a María había sido su delgada complexión. Siempre había optado por ser sumamente delgada. No le gustaba sentirse gorda. Siempre había sido de complexión delgada. Posiblemente, si no hubiera sido tan extremadamente delgada su cuerpo resistiría un poco el embate de aquel encierro.
Toda su vida había sido delgada. Su familia estaba acostumbrada a mostrarse presentable en todo momento. Por su puesto, venía de familia acomodada, siempre tenía que dar buena cara, pues su padre era político y cualquier cosa que hicieran repercutía en la imagen y en trabajo de su padre. Toda su familia mantenía una parte de su vida a la vista del mundo, pero otro tanto por ciento, era privado.
Conforme el día iba perdiendo luminosidad, la visión de María se iba quedando en penumbras. No habría diferencia si le quitaran la venda que portaba en los ojos a que se la dejaran, puesto que se encontraba tan débil que ya no tenía fuerzas siquiera para llorar. Toda actividad quedaba restringida de fuerza que le pudiera proveer su cuerpo.
Escuchó pasos aproximándose a la puerta acompañado de una cerradura que se abría. El aire del exterior le azotó la cara, y aunque no era excesivo, lo sintió fresco y regenerador.
Su cara proyectaba insalubridad y su cuerpo se trataba de un una tela sensible conteniendo huesos débiles y deleznables.
Al escuchar que los pasos se dirigían hacia ella, apenas si se movió. Parecía un animal moribundo, sin ánimos y desfallecido. Escuchó la voz de uno de sus captores:
—Yo creo que no pasa de esta noche —dijo el de la voz torpe.
—Mira, ya casi ni se mueve —dijo otra voz—. Se muere a gran velocidad. Ni pareciera que apenas va a cumplir una semana en este lugar. Está completamente desahuciada.
Una voz fría les contestó.
—¿Para esto me hicieron bajar? —la voz de autoridad se fue acercando—. Ese era el propósito desde un principio. En el estado en el que se encuentra ella, ya no importa que nos vea la cara o no —escuchó cómo el sujeto que hablaba se ponía en cuclillas—. Realmente pensé que esta tarea representaría una mayor inversión de tiempo, pero no. Ha sido demasiado fácil.
Sintió unos dedos rozándole la frente. A continuación la otra mano de éste comenzó a desanudarle la venda. Su cabeza se suspendió un momento en el aire debido a la fuerza empleada por su captor. Cuando la venda quedó completamente desprovista de nudo alguno, la gravedad hizo lo suyo; su cabeza cayó al piso a una altura de treinta centímetros. El choqué produjo un sonido óseo. Si la inanición no había podido matarla todavía, el golpe estuvo a punto de hacerlo.
María sintió que le habían arrancado el crucifijo del cuello.
Su cuerpo tuvo un par de convulsiones y se terminó agitando como un pez moribundo.



Hace dos días, por la noche.

Agnes observó el deplorable estado en el que se encontraba sumida la joven con la que había platicado la noche anterior. Por la pequeña rejilla por la que se asomaba no se veía mucho al exterior, por lo que tenía que hacer uso de su cuerpo enjuto para poder pasar por el conducto y asomar una pequeña parte de su cuerpo.
Sintió una gran impotencia al ver el estado en el que se encontraba esa Joven. Los hombres que la rodeaban no habían hecho nada para ayudarla. Parecía como si hubiera pasado un mes desde que la mujer se haya alimentado por última vez. Su aspecto demacrado le decía mucho de lo que había sufrido aquella mujer.
Los tres hombres se habían retirado, muy tranquilamente, como si nada hubiera pasado; como si no hubieran visto nada desalentador en la chica.
Cuando se marcharon, los pies desnudos de Agnes tocaron el frío suelo. María no alcanzó a distinguir nada en la penumbrosa oscuridad. Para ella era como si estuviera viendo todavía por debajo de la venda.
Agnes se situó a un costado de su cabeza de María. Comenzó a acariciarle el cabello. Levantó con suavidad su cabeza y la situó en su regazo. Mantenía un gesto de tristeza. Esos hombres eran malos. Malos de verdad.
En alguna ocasión la madre de Agnes le había dicho que no concediera el don de la inmortalidad a nadie que no se lo mereciera, a nadie que no fuera digno. Pero nunca le había revelado cuando una persona se hacía digna para recibir dicho don. Sólo solía observar que algunas personas vivían y otras morían al momento de traspasarles los dones de su especie. Eso le hacía suponer que la persona era digna para ser como ellos. La mayoría siempre moría. Comenzaba a delirar, a convulsionarse, a soltar saliva espumosa por la boca. Pero la mayoría terminaba siempre muriendo.
Su especie se reducía a un pequeño número que se esparcía por todo el mundo en tribus muy moderadas que vivían lejos de la población humana. Su principal alimento.
Pensó en que su madre ya no estaba ahí para decirle lo que estaba bien y lo que no. Ahora se tendría que hacer de su propio criterio. Su madre estaba muerta y María cumplía sus expectativas de la madre que tenía grabada en su mente, y que no veía desde hace más de ciento cincuenta años. Ella se quedaría así como estaba, con esa apariencia pueril durante algunas décadas más hasta que su apariencia cambiara a la de un adolescente. Sus pensamientos eran lo único que iban cambiando con el paso del tiempo, en base a la experiencia que había vivido a lo largo de las décadas, pero los ánimos y la conducta seguían siendo los mismos desde que su madre le concedió el don de la inmortalidad.
Miró fijamente a María, a la cual su respiración comenzaba a traicionarle. Todavía se debatió en la decisión que tenía en mente.
Se quitó la idea de la cabeza y pensó que la chica no podía estar peor, que si moría, ella lo tomaría como un favor y que si sobrevivía… Bueno, si sobrevivía, posiblemente ella estaría ahí para protegerla y devolverle el favor siendo su madre putativa.
Una leve sonrisa maliciosa afloró en su boca. Su sonrisa era tan infantil que no daba miedo, al contrario, produciría una sensación de ternura.
Su rostro fue cambiando de manera radical. De su boca comenzaron a sobresalir un par de colmillos de la hilera superior. Eran sumamente afilados. Rápidamente el perfil de Agnes cambio de una dulce niña con aspecto pueril al de un asesino experimentado y sediento. Su saliva se escurrió por entre sus dientes y se abalanzó contra el cuello de María quien apenas se movió.
Un quejido ahogado salió de la boca de María. Inmediatamente hubo un desvanecimiento en todo su cuerpo. Enseguida los ojos de María se abrieron por completo cuando Agnes comenzó a succionar su sangre, perecía haber sido un reflejo a la succión que Agnes estaba haciendo a su cuello. Agnes bebió aproximadamente dos litros de sangre, sorbía como si estuviera sedienta. Sorbía con gran desesperación.
Una parte de esa sangre se dispone como alimento para la criatura, y otra es regresada con el huésped que atacará e invadirá a todo el cuerpo de María. La reproducción del parásito se comienza a dar desde el momento en el que el huésped ingresa al cuerpo de la víctima y encuentra las condiciones aptas para su reproducción. Si el huésped se adapta y se aclimata inmediatamente al cuerpo, la reproducción se da rápidamente. Si el huésped no encuentra las condiciones necesarias para su reproducción, muere al igual que la víctima.
Un movimiento involuntario comenzó a convulsionar agresivamente el cuerpo de María. La cara le comenzó a temblar. Pronto sus manos se convertirían en dos miembros temblantes que se movían al compás de todo su cuerpo. Por el cuello se veían sus venas inflamadas, como si estuvieran a punto de estallar. La consternación que reflejaba su rostro mantenía sus ojos abiertos en su totalidad, provistos de una enmaraña de venas rojas danzantes alrededor sus pupilas. Sus ojos cambiaron radicalmente de un color negro opaco a una tonalidad casi amarilla.
Agnes había visto muchas transformaciones en toda su vida, pero ninguna como aquella, que llegó al grado de atemorizarla. Se levantó del piso y se hizo para un costado.
La soga que retenía las manos de María se había roto con la fuerza que estaba empeñando en su convulsión.
Pronto todo el cuerpo de María se vio invadido de venas que figuraban como un relieve enrojecido y pulsante. Su cuerpo comenzó a rodar por el suelo. Sus pies no se había liberado aún, pero la cuerda llegaría a un punto en que no resistiría más.
De un lado para otro, el cuerpo de María se contorsionaba como un enfermo mental tratando de liberarse de sus ataduras.
María llegó hasta en medio de la habitación. A la débil luz que se filtraba del exterior, se dejó ver varias figuras pasar por debajo de la piel de su cuello, en dirección a su cabeza. Cuando los parásitos pasaron por su cara, María soltó un fuerte grito que hizo salir a Agnes por el pequeño conducto de la ventilación.
María terminó por extender su cuerpo por completo con una fuerza que terminó rompiendo la soga que sujetaba sus tobillos. El temblor de sus extremidades se intensificó. Y con la misma facilidad con la que se habían intensificado los temblores en sus extremidades, cesaron. Estaba catatónica, postrada en el suelo.
Así pasaron varias horas hasta que los primeros rayos de sol se empezaron a colar por el ducto de ventilación.
Algo en el interior de María se despertó. No era ella. Era como si su conciencia hubiera tomado control y estuviera repeliendo la luz del sol.
Se puso en cuatro patas y se comenzó a mover como un animal buscando la oscuridad.
La parte que el sol había tocado estaba quemada y se veía una cicatriz lacerada.



Anoche

El parásito, en su interior, le reclamaba comida, necesitaba saciar una sed que parecía no poder ser capaz de cubrir en días. No era agua lo que le pedía. Ella tenía antojo de sangre. Podía aguzar los sentidos y poder escuchar y olfatear el olor de la sangre y el paso de ésta por los conductos de sanguíneos de los animales en el exterior.
Todo el día había estado protegerse de la luz. Por un sentido primitivo de protección se mantenía lejos de la luz solar que pudiera entrar por el ducto de ventilación. No sabía por qué le rehuía a la luz. Simplemente era como si lo supiera desde de siempre que la luz le haría daño. Que no se permitiera que la luz se posara en su piel. Era como el miedo de una persona común y corriente al saber que la muerte es inminente y que no debe hacer ciertas cosas porque si no moriría. Algo en su interior se ocultaba. Sentía como si un grupo de peces se escondieran en sus entrañas. Cuando esto pasaba un dolor indescriptible le llegaba de golpe y un escozor le invadía la piel.
No había tenido tiempo de mirar su piel con detenimiento. Pero si lo hubiera hecho, se hubiera sorprendido de todo lo que hubiera visto.
Tenía vagos recuerdos de los días pasados. Recordaba que se encontraba secuestrada, o algo por el estilo, y recordaba que sus captores no le habían dado nada de comer ni de beber. La tenían en un estado de inanición deplorable. Pero ahora su apariencia era completamente diferente a lo que reflejaban sus recuerdos en su cabeza. Ahora su piel se había regenerado, ya no sufría los efectos de una desnutrición. Sorprendentemente, su rostro era como la de un maniquí, bello y estético. La piel era tersa, pero fría como un cubo de hielo seco. Sus ojos se habían cambiado en un tono azul luminiscente, parecían tener luz propia.
Miró con atención a su alrededor. Sus sentidos se habían intensificado. Su oído y su visón se habían vuelto más sensibles. Podía escuchar el sonido del caminar de las ratas que andaban en el subsuelo. Su corazón.
El dio risa. Parecía una risa peculiarmente bella pero con un rictus de maldad que atemorizaría a cualquiera que la viese. Se puso de pie siguió el débil latido del corazón de la rata. Lo siguió hasta un hoyo que estaba en el suelo. La pequeña rata sabía que ella estaba ahí, al igual que María sabía que la rata estaba allí. Antes las ratas le daban un pavor incontenible, pero algo raro pasaba por su mente en aquel momento. Sus miedos se habían ido. Era como si todas sus fobias se hubieran suprimido de su vida, como si nunca hubieran existido.
La pequeña rata asomó la cabeza por el raído hoyo de su escondite. Cuando vio a María se volvió a meter impulsada por el miedo, y, tímida, olisqueó el borde del orificio. La rata se armó de valor, pues olía algo allá afuera que le levantaba el apetito.
María esgrimió una sonrisa.
—Sal, pequeña —su voz contenía la misma tonalidad, sólo que ahora se pronunciaba con una frialdad que nunca en su vida se había escuchado.
Los parásitos en su interior, se zambullían en sus venas.
La rata salió de su escondite. El movimiento de María por atrapar a la rata fue sumamente rápido tanto que ella misma se sorprendió de sus habilidades.
Atenazó a la rata entre sus manos. No sentía el pelaje del roedor, era como si su tacto estuviera tocando a la rata despellejada, desnuda de su piel y pelaje. Eso era lo que María quería ver.
La rata chilló e intentó morder a María.
En sus oídos se acopió el sonido del latido de su corazón. Era un dulce y delicado palpitar, con la aceleración en aumento. Parecía que iba a explotar el pequeño y reducido cuerpo del roedor.
La puerta del cuarto se abrió y una silueta de un hombre saltó a su vista.
La silueta rebuscó a María en la oscuridad. Al no verla, se adentró en la habitación.
—¿Dónde fregados se habrá quedado muerta? —dijo la voz torpe del hombre.
El hombre ya se había metido hasta en medio de la habitación y no encontraba rastro de María. Se comenzó a rascar la cabeza. El hombre se espantó al ver al rata correr despavorida hacia él.
Cuando el susto se le pasó, el individuo miró de lleno a la oscuridad, se aproximó hacia la sombra penumbrosa que lo miraba desde el fondo y se rascó la mejilla por mero nerviosismo. Se sintió aliviado al no ver nada. Pero al girar su vista hacia la puerta, ésta estaba completamente cerrada y en un costado se observaba una silueta femenina con los cabellos cayéndole por los hombros y la cara. Atisbó una sonrisa maliciosa en la cara que lo miraba desde el otro extremo al que estaba.
Sus miradas se encontraron.
Sus ojos casi luminiscentes de la silueta le resultaban atemorizantes así como hipnotizantes. Él se quedó paralizado, sin poderse mover ni un solo centímetro. Pareciera como si alguien lo hubiera detenido por la espalda. Sentía las garras de su miedo paralizándole los hombros. Su respiración se volvió agitada y retrocedió un paso hacia atrás.
—Hola —resonó el susurro de María antes de abalanzarse hacia el pobre hombre que suplicaba, con su gesto, clemencia.

El ruido en el sótano despertó a los otros dos captores de María, que estaban dormidos en la sala. Había sido un ruido en serie, como un forcejeo. Como si alguien estuviese luchando contra alguien. «¿Pero qué está pasando?», se preguntó uno de los hombres.
El hombre de mayor autoridad en el grupo de captores se puso de pie y tomó la pistola de 9mm y le quitó el seguro. El otro hombre se estaba quitando las lagañas de los ojos, confundido.
—¿Qué ha sido eso, Julio? —preguntó.
—No lo sé. Pero hay que ir a ver.
—Seguramente Pedro se cayó de la escalera. Ese imbécil —dijo el hombre fornido que iba despertando.
—No lo creo. Eso no ha sido una caída. Ha sido como un forcejeo —dijo Julio. El otro simplemente se levantó como si éste le hubiera dado una orden.
El hombre avanzó hacia la escalera del sótano y tomó un bate de base ball. Vio que la puerta estaba cerrada. Bajó de inmediato y escuchó nuevos ruidos. Era como si se estuviera desarrollando una pelea en el interior.
Con una fuerte patada con la suela del zapato, abrió la puerta. El interior estaba completamente a oscuras. Dentro había una combinación de olores fétidos. Se quedó parado en el umbral de la puerta.
—¡Pedro! —gritó.
Julio estaba parado a unos escalones de él.
—¿Qué pasa, Enrique? —preguntó.
No hubo respuesta. Enrique estaba embelesado por unos ojos que lo miraban, fijamente desde el interior de la habitación. La silueta que se iba dibujando parecía tener prensada a una mole regordeta y mordiéndole el cuello.
—¿Qué pasa? —la voz de Julio exigió una respuesta.
Enrique estaba pasmado y atemorizado. La silueta se levantó, dejando caer el cuerpo sin vida de Pedro al suelo, y se dirigió hacia él. Era la chica que habían secuestrado para dejarla morir. Estaba cubierta de la sangre de su amigo de la infancia. Al ver la cara de su amigo, tendido en el suelo, sin vida, y con la vista perdida en el otro mundo, Enrique empuñó con fuerza el bate.
Con su gran musculatura embistió como un toro a María, la cual, aunada a una gran habilidad de reacción, esquivó el golpe de Enrique y consiguió sostenerse de su espalda, clavando sus uñas en su nuca. María tiró con fuerza hacia sí para derribar al fortachón hombre apelmazado. La cabeza del hombre fue a dar al suelo y hubo una explosión de sangre que salía de su cabeza. María aprovecho esa distracción para sonreír y clavarle los colmillos a Enrique.
Éste reaccionó tarde. Solamente sintió cómo los colmillos de la joven se iban hundiendo en su cuello.

María trataba de contener su agitación. Estaba extasiada de la sangre consumida. Los parásitos de su interior se revolvían jubilosos. La sangre humana no le había revuelto el estómago, como a muchos iniciados. Se sentía saciada. Entera. Miró a sus víctimas, y, en vez de sentir remordimiento, sintió satisfacción. Se miró las manos manchadas de sangre y sintió orgullo de lo que estaba haciendo.
No tardó mucho en darse cuenta de que alguien la observaba desde el umbral de la puerta. La apuntaba con una pistola. María ladeó la cabeza, como si tratara de esquivar, anticipadamente, la mira de la pistola. El estallido de la pistola estimuló su valentía e hizo lo que pudo para recibir el impacto de la bala con la frente. Era un suicidio. Era un ataque de euforia y confianza desmedidas que a todos los iniciados les pasaba, y que muchos morían en su demostración.
El impacto fue fulminante y la empujó hacia atrás. Un gesto de conmoción apareció en el rostro de María. Su cuerpo cayó precipitadamente al suelo. Fue un golpe óseo el que se escuchó en toda la habitación.
—¡Oh! Por Dios. ¿Qué demonios era eso? —dijo Julio tratando de sobreponerse a las imágenes que estaba viendo.
Conmocionado, se asió el cabelló y se rascó con fuerza. Su gesto pronunciaba frustración.
—Pedro —pronunció con cierta tristeza—. Enrique —culminó en llanto.
Se levantó y empuñó nuevamente la pistola. Con furia en los ojos, se dirigió hacia el cuerpo inerte de María.
—¡Maldita Perra! —gritó con el dedo en el gatillo, listo para disparar.
Pero, mientras se acercaba, el cuerpo se estremeció con un fuerte hálito.
Julio retrocedió como un animal espantado hacia las escaleras.
—No puede ser…
El cuerpo de María se fue enderezando. Había recuperado la conciencia de sus movimientos y se encontraba menos excitada que antes que la bala se incrustara en su frente. Había sido una tontería. Había experimentado una sensación parecida a la muerte.
Miró a Julio y arremetió hacia él. Éste se había adelantado a las escaleras y cerró la puerta por fuera.
Por dentro se escuchaban los golpes secos y arañazos de María. Tarde o temprano la puerta se vencería. Fue corriendo a la sala y tomó las llaves de su coche. No quería saber nada de ese asunto. Estaba fuera. Y para cuando esa loca estuviera fuera él ya estaría muy lejos.
Era una lástima lo que les había pasado a sus compañeros. Pero siempre había riesgos en todos los trabajos que ejercían. Y este no iba a ser la excepción.
Salió corriendo sin cavilar más en lo que le había ocurrido a esa diabólica joven. Ya tendría tiempo para confundirse más.
Encendió el coche y aceleró. Los árboles le cercaban la visión, y a menudo caía en lodo. Decidió tomar un camino más corto y se salió del camino curveado para llegar lo más pronto posible a la autopista. Tenía la intención de dirigirse a la ciudad. Pero antes tendría que pasar por un largo camino de autopista has llegar a la parte más alta de la carretera y adentrarse en la última parte del bosque en medio de curvas muy prolongadas. Hubo un momento en que se tranquilizó lo suficiente como para poner algo de música. Pensó que ya nada lo alcanzaría.
Pasaron los minutos y se adentró en la zona de curvas. Dejó que el coche avanzara a su paso mientras que él llenaba sus pulmones del humo de un cigarrillo. Pasó, en paralelo a una pendiente que sobresalía del camino y toda tranquilidad se suprimió.
Un fuerte golpe impactó contra el techo del coche, era como si le hubiera caído una piedra. Volteó hacia arriba y notó que el techo se había abollado. Giró con violencia el volante. Las pronunciadas curvas le hacían perder el control del automóvil. Alcanzó a ver una uñas que se aferraban a la ventanilla del conductor. En ese instante se dio cuenta que le habían dado alcance.
Vio de reojo que María se metía por la otra ventanilla, y lo miraba con un gesto rabioso.
La velocidad, más la inclinación de la autopista, más las curvas y la presión de la muerte respirándole en el oído derecho hicieron que Julio perdiera el control y se fuera contra la barda de seguridad que separaba el bosque de la autopista. El coche comenzó a rodar sin control.
María tampoco tenía el control de sus movimientos, rodaba junto con el auto.
El coche se convirtió en un destello incandescente al producirse una explosión desde el motor.
La pendiente medía más de cien metros hacia el bosque.
La noche, lo denso de los árboles y lo fulminante del fuego, hicieron que María perdiera el conocimiento.
El coche rodó hasta lo más profundo del bosque convertido en una auténtica bola de fuego y remarcando una estela de cenizas hasta el lugar donde cesó de rodar.

El cuerpo de María había salido del interior del coche y caído varios metros del auto incendiado. Alguien estaba jalando la mano de María hacia un lugar donde las llamas no las alcanzaran.
El cuerpo de María ahora doblemente volátil, y Agnes lo sabía.
La llevó hasta donde la luz de las patrullas, que habían acudido a ver el accidente, no las alcanzara.
Lentamente María fue abriendo los ojos al sentir la frialdad de la noche y la mano fría de Agnes.
Lo primero que vio fue el cabello ondulado de Agnes.
Ya no sentía rabia. Ya no tenía vida. Sabía que ahora no pertenecía a la raza que la vio nacer. 


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RELATOS DE TERRO Y SUSPENSO
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