Soledad Eterna
El coche había
volcado y se había salido de la carretera. Las láminas se retorcían con cada
golpe que el coche daba en los árboles. El cuerpo de María se zarandeaba de un
costado al otro nublando su visión. Los constantes golpes en la cabeza y el
cuerpo la hicieron desmayarse. Su cuerpo continuaba precipitadamente hacia el
vacío, hacia un oscuro bosque. Mientras la oscuridad engullía el coche y todo a
su alrededor, una chispa proveniente del motor comenzaba a encender la parte
inferior del coche. Pronto, y con cada giro del coche, todo el auto se
convirtió en una bola enorme de fuego de más de una tonelada de peso, que
rodaba con una furia destructora que derrumbaba y demolía todo a su paso.
Hace cinco días.
La venda en los
ojos estaba demasiado ajustada al igual que la mordaza que le habían puesto en
la boca. La incomodidad ya se había convertido en un dolor que cortaba parte de
sus sienes y su ceño. El nudo era un muñón fuertemente ajustado, que por momentos
se convertía en una hoja demasiado filosa. Podía sentir cómo su piel se iba partiendo
y abría paso a la sangre que humedecía, momentáneamente la tela, para después
convertirla en un costra ríspida y seca que tallaba contra su cara.
Sus
labios se habían convertido en una tela árida, desprovista de saliva. Desde que
la habían dejado ese lugar no le habían dado ni gota de agua o cualquier otro
líquido que controlara su sed. Su estómago gruñía como un gato celoso por el
hambre, y sus lágrimas ya se habían convertido en sal sobre sus mejillas.
A
menudo trataba de moverse con sigilo para tratar de zafar sus manos de las
ataduras tan dolorosas que le habían hecho. Las hebras de los lazos se le
clavaban en las muñecas como finas espinas cortando sus muñecas.
Estaba
sentada, mirando una débil luz que penetraba lúgubremente por la venda de sus
ojos. No había ningún otro sonido a su alrededor, más que el de su respiración
disimuladamente agitada. Quería soltarse y salir corriendo hacia el exterior, hacia
la luz.
Fue
entonces cuando pensó que tenía que actuar con calma. Que posiblemente, fuesen
quienes fuesen sus captores, estarían ahí afuera jugando con una baraja
española o al dominó. Detuvo todo movimiento y trató de pensar con claridad.
Estaba secuestrada.
¿Cómo
había pasado?; lo último que recordaba era haber estado de camino a casa,
después de haber asistido a clases, en la universidad. Había sido un día muy
agitado y difícil. Recordaba que llevaba un fuerte dolor de cabeza, sentía que
le iba a estallar y no pensaba en otra cosa más que llegar a casa y dormir
hasta el otro día. Pero, de pronto, a unas cuantas calles de su casa, una bolsa
de tela cegó por completo su visión, su vista se nubló por completo y sintió
dos pares de manos sujetándole los brazos y los pies. Trató de gritar pero otra
mano le tapó la boca impidiéndoselo. Hubo una voz aguardentosa que les daba
indicaciones a las otras dos personas que le sostenían. Pensó que el dueño de
esa voz era el que le estaba cubriendo la boca:
El
que la sostuvo por los brazos, la soltó de pronto, obedeciendo a lo que le
habían ordenado. Sintió, inmediatamente, otra mano que la tomó por la espalda.
Solamente la habían tomado para dejarla caer al interior de una camioneta. El
golpe fue doloroso, contra la cadera. El golpe le produjo un poco de
inmovilización en la pierna. Los gritos que intentaba proferir ya no eran por
el acto de secuestro, sino por el dolor que había concebido con el golpe.
Consiguió soltarse un poco de las manos que la sujetaban y arqueó la espalda
para poder aliviar el dolor. No le surtió efecto completamente como quería,
pero por lo menos aminoró el dolor gradualmente.
La
camioneta se puso en marcha. Los hombres que la sujetaban la volvieron a
sujetar, amarrándola de pies y manos. La bolsa de tela que traía en la cabeza
la fijaron con cinta adhesiva, haciendo, con ésta misma, una mordaza que le
obstruía el paso del aire. Soltó unas cuantas patadas. Sentía una opresión en
la garganta, como si se fuera a ahogar.
La
bolsa de tela se comenzó a humedecer debido a las lágrimas que brotaban de sus
ojos formando dos manchas más oscuras que el total de la tela.
María
tuvo arranques esporádicos de furia dirigidos con el único fin de propinarle a
alguien un golpe. Su voluntad estaba debilitada, perpetuada y vulnerable. Fue
hasta que todo se nubló en su vista cuando escuchó un quejido de uno de sus
captores y éste le propinó un severo golpe en la cara que la terminó
desmayando.
Hace cuatro días, por la
madrugada.
La luz que
alcanzaba a ver por la venda, se había esfumado hacía varias horas. Había
terminado el día. La noche era demasiado fría, inhumana e inclemente. Ya no
sentía las ganas de querer llorar. De hecho su desesperación había cesado. Era
como si sus ganas de supervivencia hubieran cesado permanentemente. Solamente
quería estar despierta por si algo ocurría. No quería estar distraída o dormida
por si alguien entraba. Si la sorprendían desprevenida, sería un blanco fácil.
Ninguno
de sus captores había entrado en aquel cuarto hostil. Nadie, desde que había
despertado, le había dirigido la palabra. Solamente la habían dejado sentada en
medio de la habitación.
Pensaba
que si todo aquello era un secuestro, comenzarían a querer amedrentarla,
posiblemente a golpearla y hablarle de su familia. Posiblemente ya se habían puesto
en contacto con sus familiares. Pero lo raro es que nadie le había dicho nada
de lo que estaba aconteciendo. No sabía nada en lo absoluto, nada más que lo
que le susurraba la oscuridad al oído.
Si
sus captores se habían puesto en contacto con su padre, él ya estaría juntando
cualquier cantidad de dinero que éstos le pidieran. Para mañana estaría libre.
Su
forma de ser optimista no le perjudicaba ni le beneficiaba, simplemente le
hacía sentir seguridad. La seguridad que ahora necesitaba.
Abrigó
la idea de su pronta libertad e inclinó la cabeza para poder conciliar el
sueño.
El
frío castigaba sus extremidades, pues no podía replegarlas para poder si quiera
cubrirse con ellas. Comenzó a titiritar. Sentía una corriente de aire frío
pegándole en la espalda. Inconscientemente su mandíbula inferior comenzó a
temblar de la misma manera que su cuerpo.
No
soportó más el frío y echó la cabeza para atrás. Con desesperación, comenzó a
menearse de atrás para adelante, con la intención de hacer tambalear la silla
en la que la habían sentado. Descubrió, por el débil movimiento de la silla,
que ésta estaba clavada al suelo. Comenzó a hacerse para atrás con mayor
fuerza, para poder romper la madera del respaldo.
Siguió
la secuencia de la misma forma hasta que escuchó un crujido. La silla estaba
casi vencida. Empujó con la misma furia sin pensar en nada más. En una
envestida sintió cómo la silla se desarmaba. Por su mente brilló una luz
esperanzadora. Su cuerpo cayó hacia atrás, chocando con el suelo, el golpe fue
de lleno contra su cabeza. Su cara esgrimió un doliente rictus de dolor. Lo
único que se había roto había sido el respaldo. Por lo que sus piernas, que
estaban atadas todavía a las patas de la silla, permanecieron en su lugar. La
parte intacta de la silla, por un momento, permaneció en su lugar, pero a los
pocos segundos tambaleó y siguió el camino hasta el suelo, dejando caer el
cuerpo de María por completo al suelo en medio de las clavaduras de la silla.
María
emitió un quejido que se alcanzó a escuchar a unos metros. Sentía una cortada
en el muslo izquierdo. En el exterior se alcanzó a escuchar el ladrido de un
perro a lo lejos, acompañado de unas voces masculinas. Las voces sonaban rasposas.
Parecían hombres ebrios, riéndose a carcajadas. La mirada de María, tras la
venda, se puso en estado de alerta tratando de discernir alguna sombra que se
dejara ver. Posiblemente eran sus captores.
El
dolor del muslo no la dejó moverse con libertad. Apenas pudo arrastrase unos
centímetros.
Después
de unos momentos delante de ella, la puerta se abrió de un solo golpe. Escuchó
las voces de sus captores:
—Mira
nada más —dijo una vos bofa, torpe—. Creo que alguien se ha querido escapar.
María
se retorció en el suelo. Pensó que ahora venía lo peor. Escuchó pasos
aproximándose a ella. Comenzó a chillar.
—No.
No. ¡No! —dijo al sentir que alguien le rozaba la pierna—. No me haga daño, por
favor. Mi padre les dará todo lo que quieran.
Uno
de sus captores comenzó a reír. Era una voz más seria que la que escuchó al
principio. Recuerda haberla escuchado en el momento en que la subieron a la
camioneta.
—
¿Y quién dijo que se trataba de dinero, ternura? —dijo.
María
abrió la boca, sorprendida.
«¿Entonces?»
—Muchas
veces no es el dinero lo que hace a alguien secuestrar a una persona —dijo la
misma voz autoritaria.
—Nosotros
tenemos todo el dinero que queremos —dijo una voz abrupta.
María
trataba de seguir con movimientos de su cara el sonido de las voces.
—En
ocasiones es simplemente ver a alguien que odias suplicar por la vida de quien
ama. El sentido de la venganza en su estado más puro, es completamente
desinteresado. Aquí no hay interés más que dejar a tu familia en el mismo
estado en el que vimos nosotros a los nuestros. Si supieras la verdad, te
cuestionarías para saber quién es el bueno en la historia.
María
percibió el sonido de su voz como si algo estuviera obstruyendo su garganta en
las últimas palabras.
—Nada
te podrá ayudar ahora. Lo siento, jovencita, al caer aquí, solamente se ha
activado tu cuenta regresiva. Sé que tú no tienes nada que ver con los
problemas que tengo con tu padre, pero él hizo lo mismo con mi familia —quien
hablaba guardó silencio. Se escuchaban pasos a los costados.
Alguien
la tomó por los brazos y la alzó en un solo movimiento. Por poco le arrancaban la
cadena con el crucifijo que su madre le había regalado por su cumpleaños número
dieciocho. María trató de pelar en contra. Pero sus intentos fueron frustrados
de manera que sólo la tiraron a un costado, su cuerpo chocó contra el muro. El
muslo le volvió a doler al momento de caer. Era un dolor lacerante.
Un
par de manos comenzaron a amarrarle la soga de los pies.
Se
dio cuenta que había perdido uno de sus zapatos.
Se
puso a llorar cuando los hombres se habían ido, cerrando la puerta de un fuerte
golpe.
Hace tres días, por la noche.
María ya no
distinguía ningún intervalo entre el día y la noche. Para ella no existía el
amanecer, tampoco el anochecer. No había luz que acariciara su piel. Sólo una
permanente oscuridad y silencio a su alrededor. Sus captores no le había
siquiera dado algún alimento en el tiempo en el que llevaba oculta ahí. Tenía
hambre. También sed. Está débil. Creía que por momentos que estaba mareada.
Se
había despertado más por su hambre que por otra cosa. La mayor parte del día
había estado llorando, preguntándose qué estaría haciendo su familia. Su madre,
seguramente estaría preocupada, llorando por su ausencia. Su padre, consternado
y moviendo sus influencias en todos los lugares posibles para poder
encontrarla. Su hermana posiblemente estaría muy triste, buscando entre sus
cosas alguna información que le dijera dónde podría estar. Posiblemente ella ya
le habría dicho a sus amistades y ya se habría corrido el rumor de su
desaparición a medio colegio. Nadie sabía dónde estaba, y si las aseguraciones
de sus captores eran ciertas de que no era por dinero, sino una simple
venganza, nadie se enteraría dónde moriría.
Pensó
que, en dado caso que sobreviviera, su vida no regresaría a ser la misma. No
tendría las fuerzas para soportar el bullicio de la gente, las miradas
clementes de lástima y compasión.
Un
sonido, como una respiración, llamó su atención. Movió la cabeza como una
ciega.
—¿Quién
está ahí? —dijo.
No
hubo respuesta, sólo el sonido de un movimiento, era como si hubieran
arrastrado algo.
—¿Quién
es? —aseveró la voz.
María
intentó ponerse de pie, pero con las manos y los pies atados, le fue imposible.
No
recordaba haber escuchado a alguien entrar. Ni mucho menos que se escuchara
algo.
La
sensación de un animal agresivo la atemorizó. Recogió sus piernas y las pegó a
su pecho. Aguantó su respiración como si fuera un ruido estridente que no le
dejara escuchar con precisión. Unas gotas de sudor resbalaron por su frente hasta
quedarse en la venda que le cubría los ojos.
Otro
movimiento perturbador. Había sido otra vez un sonido como si arrastraran algo.
Se inquietó aún más al pensar que se tratara de una rata y que se estuviera
dirigiendo hacia ella.
—¡Aléjate!
—trató de espantar lo que fuera que estuviera haciendo esos ruidos.
Los
sonidos se hicieron cada vez más seguidos, hasta que una risa terminó por
confundir más a María.
—¿Quién
es? —preguntó con enojo.
La
risa cesó.
—Te
he visto dormir y no tienes la serenidad para hacerlo, cualquier sonido te hace
respingar y terminas despertando— la voz era débil e infantil, contenía el
encanto y el primor de una voz de niña.
María
se sorprendió.
—
¿Quién eres? ¿Te estoy soñando? —preguntó mientras se acongojaba por su
situación.
—No.
No soy un sueño. Soy de verdad. Mi nombre es Agnes. ¿Tú cómo te llamas? —la voz
de la niña parecía extrañamente despreocupada, como si no supiera por lo que
María estaba pasando.
El
tono de voz de la niña confundió a María.
—
¿Estás suelta? —le preguntó.
—
¿A qué te refieres?
—
¿A caso no me estás viendo?
—Sí.
—Estoy
amarrada. ¿Me podrías desatar?
—No
puedo acercarme. Tu crucifijo me lo impide.
María
echó los hombros hacia atrás. Por un momento pensó que había escuchado mal.
—
¿Mi crucifijo te lo impide?
—Sí.
—
¿Qué tiene mi crucifijo?
—No
lo sé. Pero me atemoriza. Me da mucho miedo. Mejor me voy.
María
se inclinó hacia adelante.
—
¡No! Espera.
Lo
último que escuchó fue como si unos pies descalzos caminaran y el sonido de sus
ropas chocando contra el aire exterior.
María
quedó consternada. La niña no había estado capturada en ese lugar, sino que
había venido de afuera. ¿Qué estaría haciendo una niña, a mitad de la noche, en
esa habitación?
Pensó
que era podría vivir por ahí. Pero era demasiado extraño que una niña de la
edad que parecía la voz anduviera sola a esas horas. Y ¿por qué le daba miedo su
crucifijo?
Era
algo irónico. Durante la noche pensó, en muchas ocasiones, en la niña. Pensaba
en que estaba delirando. Nada de lo que tuviese que ver con ella tenía sentido.
Pasó
el resto de la noche dormitando. Cualquier sonido le despertaba. En ocasiones
le hablaba en voz alta a los sonidos que la envolvían en la noche. Tratando de
comunicar que ahí estaba. Pero escuchaba que su voz no trascendía más allá del
exterior de aquella habitación. Pensó que se encontraba en alguna especie de
sótano. No se escuchaba nada detrás de la puerta y la única fuente de aire que
tenía era por donde la luz, cuando era de día, entraba débilmente. Suponía que
por ese mismo lugar había entrado esa niña, en dado caso que fuera realidad.
Al
paso de los minutos sus párpados adquirieron peso. Terminó tumbándose en el
suelo y se sumió en un profundo sueño.
Hace dos
días, por la tarde.
Tenía el brazo
izquierdo aturdido, se había quedado dormida todo el día. No tenía nada mejor
que hacer. Se había convencido que sus captores no querían otra cosa más que
matarla de hambre. Ninguno de ellos tenía intereses sexuales en ella, y ninguno
había demostrado quererle hacer más daño, más que el que se muriera de hambre. Comenzaba
a sentirse completamente débil. Incluso, le costaba mucho trabajo el levantarse.
A menudo, sus piernas eran atacas por calambres que ya no se esmeraba por
controlar. Ya sólo sentía ganas de dormirse y no despertar más.
El
olor de su propia orina se había impregnado en sus ropas, a la vez que se había
mezclado con el espeso olor de la humedad, haciendo que el hedor fuera algo
insoportable.
Sintió
pena y resignación por ella porque pensaba que ya no pasaría de ese día. En
pocas palabras suplicaba que así fuera, que si había alguien escuchándola, le
arrebatara la vida.
Algo
que no le había ayudado mucho a María había sido su delgada complexión. Siempre
había optado por ser sumamente delgada. No le gustaba sentirse gorda. Siempre
había sido de complexión delgada. Posiblemente, si no hubiera sido tan
extremadamente delgada su cuerpo resistiría un poco el embate de aquel
encierro.
Toda
su vida había sido delgada. Su familia estaba acostumbrada a mostrarse presentable
en todo momento. Por su puesto, venía de familia acomodada, siempre tenía que
dar buena cara, pues su padre era político y cualquier cosa que hicieran
repercutía en la imagen y en trabajo de su padre. Toda su familia mantenía una
parte de su vida a la vista del mundo, pero otro tanto por ciento, era privado.
Conforme
el día iba perdiendo luminosidad, la visión de María se iba quedando en
penumbras. No habría diferencia si le quitaran la venda que portaba en los ojos
a que se la dejaran, puesto que se encontraba tan débil que ya no tenía fuerzas
siquiera para llorar. Toda actividad quedaba restringida de fuerza que le
pudiera proveer su cuerpo.
Escuchó
pasos aproximándose a la puerta acompañado de una cerradura que se abría. El
aire del exterior le azotó la cara, y aunque no era excesivo, lo sintió fresco
y regenerador.
Su
cara proyectaba insalubridad y su cuerpo se trataba de un una tela sensible
conteniendo huesos débiles y deleznables.
Al
escuchar que los pasos se dirigían hacia ella, apenas si se movió. Parecía un animal
moribundo, sin ánimos y desfallecido. Escuchó la voz de uno de sus captores:
—Yo
creo que no pasa de esta noche —dijo el de la voz torpe.
—Mira,
ya casi ni se mueve —dijo otra voz—. Se muere a gran velocidad. Ni pareciera
que apenas va a cumplir una semana en este lugar. Está completamente
desahuciada.
Una
voz fría les contestó.
—¿Para
esto me hicieron bajar? —la voz de autoridad se fue acercando—. Ese era el
propósito desde un principio. En el estado en el que se encuentra ella, ya no
importa que nos vea la cara o no —escuchó cómo el sujeto que hablaba se ponía
en cuclillas—. Realmente pensé que esta tarea representaría una mayor inversión
de tiempo, pero no. Ha sido demasiado fácil.
Sintió
unos dedos rozándole la frente. A continuación la otra mano de éste comenzó a
desanudarle la venda. Su cabeza se suspendió un momento en el aire debido a la
fuerza empleada por su captor. Cuando la venda quedó completamente desprovista
de nudo alguno, la gravedad hizo lo suyo; su cabeza cayó al piso a una altura
de treinta centímetros. El choqué produjo un sonido óseo. Si la inanición no
había podido matarla todavía, el golpe estuvo a punto de hacerlo.
María
sintió que le habían arrancado el crucifijo del cuello.
Su
cuerpo tuvo un par de convulsiones y se terminó agitando como un pez moribundo.
Hace dos
días, por la noche.
Agnes observó el
deplorable estado en el que se encontraba sumida la joven con la que había
platicado la noche anterior. Por la pequeña rejilla por la que se asomaba no se
veía mucho al exterior, por lo que tenía que hacer uso de su cuerpo enjuto para
poder pasar por el conducto y asomar una pequeña parte de su cuerpo.
Sintió
una gran impotencia al ver el estado en el que se encontraba esa Joven. Los
hombres que la rodeaban no habían hecho nada para ayudarla. Parecía como si
hubiera pasado un mes desde que la mujer se haya alimentado por última vez. Su
aspecto demacrado le decía mucho de lo que había sufrido aquella mujer.
Los
tres hombres se habían retirado, muy tranquilamente, como si nada hubiera
pasado; como si no hubieran visto nada desalentador en la chica.
Cuando
se marcharon, los pies desnudos de Agnes tocaron el frío suelo. María no
alcanzó a distinguir nada en la penumbrosa oscuridad. Para ella era como si
estuviera viendo todavía por debajo de la venda.
Agnes
se situó a un costado de su cabeza de María. Comenzó a acariciarle el cabello.
Levantó con suavidad su cabeza y la situó en su regazo. Mantenía un gesto de
tristeza. Esos hombres eran malos. Malos de verdad.
En
alguna ocasión la madre de Agnes le había dicho que no concediera el don de la
inmortalidad a nadie que no se lo mereciera, a nadie que no fuera digno. Pero
nunca le había revelado cuando una persona se hacía digna para recibir dicho
don. Sólo solía observar que algunas personas vivían y otras morían al momento
de traspasarles los dones de su especie. Eso le hacía suponer que la persona
era digna para ser como ellos. La mayoría siempre moría. Comenzaba a delirar, a
convulsionarse, a soltar saliva espumosa por la boca. Pero la mayoría terminaba
siempre muriendo.
Su
especie se reducía a un pequeño número que se esparcía por todo el mundo en
tribus muy moderadas que vivían lejos de la población humana. Su principal
alimento.
Pensó
en que su madre ya no estaba ahí para decirle lo que estaba bien y lo que no.
Ahora se tendría que hacer de su propio criterio. Su madre estaba muerta y
María cumplía sus expectativas de la madre que tenía grabada en su mente, y que
no veía desde hace más de ciento cincuenta años. Ella se quedaría así como
estaba, con esa apariencia pueril durante algunas décadas más hasta que su
apariencia cambiara a la de un adolescente. Sus pensamientos eran lo único que
iban cambiando con el paso del tiempo, en base a la experiencia que había
vivido a lo largo de las décadas, pero los ánimos y la conducta seguían siendo
los mismos desde que su madre le concedió el don de la inmortalidad.
Miró
fijamente a María, a la cual su respiración comenzaba a traicionarle. Todavía
se debatió en la decisión que tenía en mente.
Se
quitó la idea de la cabeza y pensó que la chica no podía estar peor, que si
moría, ella lo tomaría como un favor y que si sobrevivía… Bueno, si sobrevivía,
posiblemente ella estaría ahí para protegerla y devolverle el favor siendo su
madre putativa.
Una
leve sonrisa maliciosa afloró en su boca. Su sonrisa era tan infantil que no
daba miedo, al contrario, produciría una sensación de ternura.
Su
rostro fue cambiando de manera radical. De su boca comenzaron a sobresalir un
par de colmillos de la hilera superior. Eran sumamente afilados. Rápidamente el
perfil de Agnes cambio de una dulce niña con aspecto pueril al de un asesino experimentado
y sediento. Su saliva se escurrió por entre sus dientes y se abalanzó contra el
cuello de María quien apenas se movió.
Un
quejido ahogado salió de la boca de María. Inmediatamente hubo un
desvanecimiento en todo su cuerpo. Enseguida los ojos de María se abrieron por
completo cuando Agnes comenzó a succionar su sangre, perecía haber sido un
reflejo a la succión que Agnes estaba haciendo a su cuello. Agnes bebió
aproximadamente dos litros de sangre, sorbía como si estuviera sedienta. Sorbía
con gran desesperación.
Una
parte de esa sangre se dispone como alimento para la criatura, y otra es
regresada con el huésped que atacará e invadirá a todo el cuerpo de María. La
reproducción del parásito se comienza a dar desde el momento en el que el
huésped ingresa al cuerpo de la víctima y encuentra las condiciones aptas para
su reproducción. Si el huésped se adapta y se aclimata inmediatamente al
cuerpo, la reproducción se da rápidamente. Si el huésped no encuentra las
condiciones necesarias para su reproducción, muere al igual que la víctima.
Un
movimiento involuntario comenzó a convulsionar agresivamente el cuerpo de María.
La cara le comenzó a temblar. Pronto sus manos se convertirían en dos miembros
temblantes que se movían al compás de todo su cuerpo. Por el cuello se veían
sus venas inflamadas, como si estuvieran a punto de estallar. La consternación
que reflejaba su rostro mantenía sus ojos abiertos en su totalidad, provistos
de una enmaraña de venas rojas danzantes alrededor sus pupilas. Sus ojos
cambiaron radicalmente de un color negro opaco a una tonalidad casi amarilla.
Agnes
había visto muchas transformaciones en toda su vida, pero ninguna como aquella,
que llegó al grado de atemorizarla. Se levantó del piso y se hizo para un
costado.
La
soga que retenía las manos de María se había roto con la fuerza que estaba
empeñando en su convulsión.
Pronto
todo el cuerpo de María se vio invadido de venas que figuraban como un relieve
enrojecido y pulsante. Su cuerpo comenzó a rodar por el suelo. Sus pies no se
había liberado aún, pero la cuerda llegaría a un punto en que no resistiría
más.
De
un lado para otro, el cuerpo de María se contorsionaba como un enfermo mental
tratando de liberarse de sus ataduras.
María
llegó hasta en medio de la habitación. A la débil luz que se filtraba del
exterior, se dejó ver varias figuras pasar por debajo de la piel de su cuello,
en dirección a su cabeza. Cuando los parásitos pasaron por su cara, María soltó
un fuerte grito que hizo salir a Agnes por el pequeño conducto de la
ventilación.
María
terminó por extender su cuerpo por completo con una fuerza que terminó
rompiendo la soga que sujetaba sus tobillos. El temblor de sus extremidades se
intensificó. Y con la misma facilidad con la que se habían intensificado los
temblores en sus extremidades, cesaron. Estaba catatónica, postrada en el
suelo.
Así
pasaron varias horas hasta que los primeros rayos de sol se empezaron a colar
por el ducto de ventilación.
Algo
en el interior de María se despertó. No era ella. Era como si su conciencia
hubiera tomado control y estuviera repeliendo la luz del sol.
Se
puso en cuatro patas y se comenzó a mover como un animal buscando la oscuridad.
La
parte que el sol había tocado estaba quemada y se veía una cicatriz lacerada.
Anoche
El parásito, en su
interior, le reclamaba comida, necesitaba saciar una sed que parecía no poder
ser capaz de cubrir en días. No era agua lo que le pedía. Ella tenía antojo de
sangre. Podía aguzar los sentidos y poder escuchar y olfatear el olor de la
sangre y el paso de ésta por los conductos de sanguíneos de los animales en el
exterior.
Todo
el día había estado protegerse de la luz. Por un sentido primitivo de
protección se mantenía lejos de la luz solar que pudiera entrar por el ducto de
ventilación. No sabía por qué le rehuía a la luz. Simplemente era como si lo
supiera desde de siempre que la luz le haría daño. Que no se permitiera que la
luz se posara en su piel. Era como el miedo de una persona común y corriente al
saber que la muerte es inminente y que no debe hacer ciertas cosas porque si no
moriría. Algo en su interior se ocultaba. Sentía como si un grupo de peces se
escondieran en sus entrañas. Cuando esto pasaba un dolor indescriptible le
llegaba de golpe y un escozor le invadía la piel.
No
había tenido tiempo de mirar su piel con detenimiento. Pero si lo hubiera
hecho, se hubiera sorprendido de todo lo que hubiera visto.
Tenía
vagos recuerdos de los días pasados. Recordaba que se encontraba secuestrada, o
algo por el estilo, y recordaba que sus captores no le habían dado nada de
comer ni de beber. La tenían en un estado de inanición deplorable. Pero ahora
su apariencia era completamente diferente a lo que reflejaban sus recuerdos en
su cabeza. Ahora su piel se había regenerado, ya no sufría los efectos de una
desnutrición. Sorprendentemente, su rostro era como la de un maniquí, bello y
estético. La piel era tersa, pero fría como un cubo de hielo seco. Sus ojos se
habían cambiado en un tono azul luminiscente, parecían tener luz propia.
Miró
con atención a su alrededor. Sus sentidos se habían intensificado. Su oído y su
visón se habían vuelto más sensibles. Podía escuchar el sonido del caminar de
las ratas que andaban en el subsuelo. Su corazón.
El
dio risa. Parecía una risa peculiarmente bella pero con un rictus de maldad que
atemorizaría a cualquiera que la viese. Se puso de pie siguió el débil latido
del corazón de la rata. Lo siguió hasta un hoyo que estaba en el suelo. La
pequeña rata sabía que ella estaba ahí, al igual que María sabía que la rata
estaba allí. Antes las ratas le daban un pavor incontenible, pero algo raro
pasaba por su mente en aquel momento. Sus miedos se habían ido. Era como si
todas sus fobias se hubieran suprimido de su vida, como si nunca hubieran
existido.
La
pequeña rata asomó la cabeza por el raído hoyo de su escondite. Cuando vio a
María se volvió a meter impulsada por el miedo, y, tímida, olisqueó el borde
del orificio. La rata se armó de valor, pues olía algo allá afuera que le
levantaba el apetito.
María
esgrimió una sonrisa.
—Sal,
pequeña —su voz contenía la misma tonalidad, sólo que ahora se pronunciaba con
una frialdad que nunca en su vida se había escuchado.
Los
parásitos en su interior, se zambullían en sus venas.
La
rata salió de su escondite. El movimiento de María por atrapar a la rata fue
sumamente rápido tanto que ella misma se sorprendió de sus habilidades.
Atenazó
a la rata entre sus manos. No sentía el pelaje del roedor, era como si su tacto
estuviera tocando a la rata despellejada, desnuda de su piel y pelaje. Eso era
lo que María quería ver.
La
rata chilló e intentó morder a María.
En
sus oídos se acopió el sonido del latido de su corazón. Era un dulce y delicado
palpitar, con la aceleración en aumento. Parecía que iba a explotar el pequeño
y reducido cuerpo del roedor.
La
puerta del cuarto se abrió y una silueta de un hombre saltó a su vista.
La
silueta rebuscó a María en la oscuridad. Al no verla, se adentró en la
habitación.
—¿Dónde
fregados se habrá quedado muerta? —dijo la voz torpe del hombre.
El
hombre ya se había metido hasta en medio de la habitación y no encontraba
rastro de María. Se comenzó a rascar la cabeza. El hombre se espantó al ver al
rata correr despavorida hacia él.
Cuando
el susto se le pasó, el individuo miró de lleno a la oscuridad, se aproximó
hacia la sombra penumbrosa que lo miraba desde el fondo y se rascó la mejilla
por mero nerviosismo. Se sintió aliviado al no ver nada. Pero al girar su vista
hacia la puerta, ésta estaba completamente cerrada y en un costado se observaba
una silueta femenina con los cabellos cayéndole por los hombros y la cara.
Atisbó una sonrisa maliciosa en la cara que lo miraba desde el otro extremo al
que estaba.
Sus
miradas se encontraron.
Sus
ojos casi luminiscentes de la silueta le resultaban atemorizantes así como
hipnotizantes. Él se quedó paralizado, sin poderse mover ni un solo centímetro.
Pareciera como si alguien lo hubiera detenido por la espalda. Sentía las garras
de su miedo paralizándole los hombros. Su respiración se volvió agitada y
retrocedió un paso hacia atrás.
—Hola
—resonó el susurro de María antes de abalanzarse hacia el pobre hombre que
suplicaba, con su gesto, clemencia.
El ruido en el
sótano despertó a los otros dos captores de María, que estaban dormidos en la
sala. Había sido un ruido en serie, como un forcejeo. Como si alguien estuviese
luchando contra alguien. «¿Pero qué está pasando?», se preguntó uno de los
hombres.
El
hombre de mayor autoridad en el grupo de captores se puso de pie y tomó la
pistola de 9mm y le quitó el seguro. El otro hombre se estaba quitando las
lagañas de los ojos, confundido.
—¿Qué
ha sido eso, Julio? —preguntó.
—No
lo sé. Pero hay que ir a ver.
—Seguramente
Pedro se cayó de la escalera. Ese imbécil —dijo el hombre fornido que iba
despertando.
—No
lo creo. Eso no ha sido una caída. Ha sido como un forcejeo —dijo Julio. El
otro simplemente se levantó como si éste le hubiera dado una orden.
El
hombre avanzó hacia la escalera del sótano y tomó un bate de base ball. Vio que
la puerta estaba cerrada. Bajó de inmediato y escuchó nuevos ruidos. Era como
si se estuviera desarrollando una pelea en el interior.
Con
una fuerte patada con la suela del zapato, abrió la puerta. El interior estaba
completamente a oscuras. Dentro había una combinación de olores fétidos. Se
quedó parado en el umbral de la puerta.
—¡Pedro!
—gritó.
Julio
estaba parado a unos escalones de él.
—¿Qué
pasa, Enrique? —preguntó.
No
hubo respuesta. Enrique estaba embelesado por unos ojos que lo miraban,
fijamente desde el interior de la habitación. La silueta que se iba dibujando
parecía tener prensada a una mole regordeta y mordiéndole el cuello.
—¿Qué
pasa? —la voz de Julio exigió una respuesta.
Enrique
estaba pasmado y atemorizado. La silueta se levantó, dejando caer el cuerpo sin
vida de Pedro al suelo, y se dirigió hacia él. Era la chica que habían
secuestrado para dejarla morir. Estaba cubierta de la sangre de su amigo de la
infancia. Al ver la cara de su amigo, tendido en el suelo, sin vida, y con la
vista perdida en el otro mundo, Enrique empuñó con fuerza el bate.
Con
su gran musculatura embistió como un toro a María, la cual, aunada a una gran
habilidad de reacción, esquivó el golpe de Enrique y consiguió sostenerse de su
espalda, clavando sus uñas en su nuca. María tiró con fuerza hacia sí para
derribar al fortachón hombre apelmazado. La cabeza del hombre fue a dar al
suelo y hubo una explosión de sangre que salía de su cabeza. María aprovecho
esa distracción para sonreír y clavarle los colmillos a Enrique.
Éste
reaccionó tarde. Solamente sintió cómo los colmillos de la joven se iban
hundiendo en su cuello.
María trataba de
contener su agitación. Estaba extasiada de la sangre consumida. Los parásitos
de su interior se revolvían jubilosos. La sangre humana no le había revuelto el
estómago, como a muchos iniciados. Se sentía saciada. Entera. Miró a sus
víctimas, y, en vez de sentir remordimiento, sintió satisfacción. Se miró las
manos manchadas de sangre y sintió orgullo de lo que estaba haciendo.
No
tardó mucho en darse cuenta de que alguien la observaba desde el umbral de la
puerta. La apuntaba con una pistola. María ladeó la cabeza, como si tratara de
esquivar, anticipadamente, la mira de la pistola. El estallido de la pistola
estimuló su valentía e hizo lo que pudo para recibir el impacto de la bala con
la frente. Era un suicidio. Era un ataque de euforia y confianza desmedidas que
a todos los iniciados les pasaba, y que muchos morían en su demostración.
El
impacto fue fulminante y la empujó hacia atrás. Un gesto de conmoción apareció
en el rostro de María. Su cuerpo cayó precipitadamente al suelo. Fue un golpe
óseo el que se escuchó en toda la habitación.
—¡Oh!
Por Dios. ¿Qué demonios era eso? —dijo Julio tratando de sobreponerse a las
imágenes que estaba viendo.
Conmocionado,
se asió el cabelló y se rascó con fuerza. Su gesto pronunciaba frustración.
—Pedro
—pronunció con cierta tristeza—. Enrique —culminó en llanto.
Se
levantó y empuñó nuevamente la pistola. Con furia en los ojos, se dirigió hacia
el cuerpo inerte de María.
—¡Maldita
Perra! —gritó con el dedo en el gatillo, listo para disparar.
Pero,
mientras se acercaba, el cuerpo se estremeció con un fuerte hálito.
Julio
retrocedió como un animal espantado hacia las escaleras.
—No
puede ser…
El
cuerpo de María se fue enderezando. Había recuperado la conciencia de sus
movimientos y se encontraba menos excitada que antes que la bala se incrustara
en su frente. Había sido una tontería. Había experimentado una sensación
parecida a la muerte.
Miró
a Julio y arremetió hacia él. Éste se había adelantado a las escaleras y cerró
la puerta por fuera.
Por
dentro se escuchaban los golpes secos y arañazos de María. Tarde o temprano la
puerta se vencería. Fue corriendo a la sala y tomó las llaves de su coche. No
quería saber nada de ese asunto. Estaba fuera. Y para cuando esa loca estuviera
fuera él ya estaría muy lejos.
Era
una lástima lo que les había pasado a sus compañeros. Pero siempre había
riesgos en todos los trabajos que ejercían. Y este no iba a ser la excepción.
Salió
corriendo sin cavilar más en lo que le había ocurrido a esa diabólica joven. Ya
tendría tiempo para confundirse más.
Encendió
el coche y aceleró. Los árboles le cercaban la visión, y a menudo caía en lodo.
Decidió tomar un camino más corto y se salió del camino curveado para llegar lo
más pronto posible a la autopista. Tenía la intención de dirigirse a la ciudad.
Pero antes tendría que pasar por un largo camino de autopista has llegar a la
parte más alta de la carretera y adentrarse en la última parte del bosque en
medio de curvas muy prolongadas. Hubo un momento en que se tranquilizó lo
suficiente como para poner algo de música. Pensó que ya nada lo alcanzaría.
Pasaron
los minutos y se adentró en la zona de curvas. Dejó que el coche avanzara a su
paso mientras que él llenaba sus pulmones del humo de un cigarrillo. Pasó, en
paralelo a una pendiente que sobresalía del camino y toda tranquilidad se
suprimió.
Un
fuerte golpe impactó contra el techo del coche, era como si le hubiera caído
una piedra. Volteó hacia arriba y notó que el techo se había abollado. Giró con
violencia el volante. Las pronunciadas curvas le hacían perder el control del
automóvil. Alcanzó a ver una uñas que se aferraban a la ventanilla del
conductor. En ese instante se dio cuenta que le habían dado alcance.
Vio
de reojo que María se metía por la otra ventanilla, y lo miraba con un gesto
rabioso.
La
velocidad, más la inclinación de la autopista, más las curvas y la presión de
la muerte respirándole en el oído derecho hicieron que Julio perdiera el
control y se fuera contra la barda de seguridad que separaba el bosque de la
autopista. El coche comenzó a rodar sin control.
María
tampoco tenía el control de sus movimientos, rodaba junto con el auto.
El
coche se convirtió en un destello incandescente al producirse una explosión
desde el motor.
La
pendiente medía más de cien metros hacia el bosque.
La
noche, lo denso de los árboles y lo fulminante del fuego, hicieron que María
perdiera el conocimiento.
El
coche rodó hasta lo más profundo del bosque convertido en una auténtica bola de
fuego y remarcando una estela de cenizas hasta el lugar donde cesó de rodar.
El cuerpo de María
había salido del interior del coche y caído varios metros del auto incendiado.
Alguien estaba jalando la mano de María hacia un lugar donde las llamas no las
alcanzaran.
El
cuerpo de María ahora doblemente volátil, y Agnes lo sabía.
La
llevó hasta donde la luz de las patrullas, que habían acudido a ver el
accidente, no las alcanzara.
Lentamente
María fue abriendo los ojos al sentir la frialdad de la noche y la mano fría de
Agnes.
Lo
primero que vio fue el cabello ondulado de Agnes.
Ya
no sentía rabia. Ya no tenía vida. Sabía que ahora no pertenecía a la raza que
la vio nacer.
RELATOS DE TERRO Y SUSPENSO
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