Íncubo
Katia reconocía que se encontraba en un profundo sueño. Sentía lo
tibio de su almohada todavía pegada contra su oído. El aire caliente que
flotaba a su alrededor era el mayor aliciente para permanecer en completa calma.
No había nada qué recordar en su sueño, simplemente tenía la placentera
sensación de estar durmiendo. Y así lo era.
Pero ella no era la única que se encontraba
en su habitación.
Bajo el lienzo oscuro de las sombras, se
encontraba un ser que la miraba con lujuria, un ser que no tenía materia
alguna, simplemente la energía de algo que alguna vez estuvo vivo y que ahora
sólo fungía como un ente errante celoso de cumplir lo que en su libido quedó
pendiente en vida.
La
sombra que se resguardaba en la oscuridad se fue acercando hasta el pie de la
cama. Ahí se detuvo con mucha premeditación, aguardó silencioso y observó la
respiración de Katia, quien parecía moverse delicadamente como empujada por
algo desde sus sueños.
Era una noche calurosa, de esas en las que es
mejor destaparse o dormir con algo ligero.
El ente llevó su extremidad hacia el pie de
la cama, agachó la cabeza y tomó la sábana con una mano. La comenzó a halar
hacia sí. Fue llevando su cabeza hacia abajo, como si buscara algo. Cuando
quitó por completo la sábana, y el cuerpo de Katia había quedado completamente
descubierto, la miró complaciente, con una sombría sonrisa pintada en la boca. El
arco que se dibujó en su cara era tan fino como si estuviera hecha por un hilo
tan delgado que apenas se alcanzaba a percibir. Asomó su puntiaguda lengua sólo
para lamerse el marco de su boca, el cual no se veía provisto de labios;
solamente aparentaba ser la una sombra esgrimiendo un gesto. Ladeó un poco la
cabeza para ver mejor a Katia, quien se había acomodado en el mismo lugar.
Paseó la mirada por la habitación, todos su
efectos personales de Katia le daban a entender un poco de cómo era la joven.
Lo que reposaba en el tocador le daba a entender la coquetería con la que se
desenvolvía la joven; había muchos perfumes, maquillaje y lociones. Su
guardarropa estaba atiborrado de prendas muy seductoras, de prendas muy
ligeras. Pero también se encontraba su parte infantil; había varias repisas que
se mantenían pegadas a la pared sosteniendo varios osos de peluche que daban a
entender la mentalidad pueril que aún provenía de ella.
No sabía a ciencia cierta la edad de la
joven. Pero podía intuir que se encontraba por encima de los veinte años. Eso le
hacía sentir un mayor deseo.
Llegó hasta los pies de Katia, arrastrado por
la sensación de su aroma natural, la miró fijamente, después comenzó a tener
una especie de espasmos impulsados por la cercanía con su cuerpo.
Fue entonces cuando sus manos tuvieron la
intensión de abalanzarse hacia ella. Así lo hizo.
Pero un ruido en el pasillo le reprimió el
deseo. Eran pasos que se dirigían hacia el cuarto contiguo.
Miró con molestia la sombra que se deslizaba
por debajo de la puerta y observó que ésta se paraba justamente enfrente.
Observó que el pomo de la puerta comenzaba a girar y con resignación se
reguardó en las sombras, cerca del armario.
Al abrirse la puerta se escuchó una voz
infantil la cual despertó a Katia.
— ¡Katia, Katia! —dijo la pequeña voz. La
pequeña personita fue corriendo a la cama.
Katia despertó todavía adormilada.
— ¿Qué ocurre, Carlos? —respondió Katia tallándose
los ojos.
El jovencito subió a la cama de un brinco.
—No puedo dormir. Tuve una pesadilla
—respondió—. Abrázame. Nunca te vayas.
Katia lo cobijó y lo puso entre sus brazos. Todavía
con el sueño que la abrazaba, lo acomodó en su hombro y se aferró al deseo de
seguir durmiendo. Juntos se perdieron en un profundo sueño que se irrumpió
hasta el siguiente día.
Junto a la cama, yacía un buró de madera de color blanco y encima una
lámpara de noche y un reloj despertador, el cual comenzó a vibrar con un sonido
ensordecedor al mismo momento en el que el primer rayo de luz comenzaba a
asomarse por la abertura de la cortina que daba al exterior. De inmediato Katia
brincó moviendo consigo a su pequeño hermano que descansaba debajo de las
cobijas.
Katia sacó su mano de las cobijas y la estiró
para llagar al reloj despertador. Dio varios manotazos antes de atinarle al
pequeño botón que desactivaba la alarma.
El pequeño Carlos se había ocultado cuando el
primer rayo de luz filtrado por la ventana había ingresado. Escuchó unas leves
risas.
—Carlos —Katia intentó llamar la atención del
menor.
Lo movió en varias ocasiones. El jovencito no
se movía, en cambio se escuchaban sus risas haciendo entender que se trataba de
una broma.
Katia se decidió a no hacer más caso. Se le
estaba haciendo tarde. El reloj despertador se había quedo con la misma hora
del día anterior, no había cambiado la hora como todos los martes que
acostumbraba levantarse una hora antes. Su tiempo estaba contado y no tendría
tiempo siquiera de tomar un baño.
Salió de su cama sin mover el bulto donde se
encontraba su hermano. Comenzó a cambiarse la ropa de dormir. Pero al ver que
en las cobijas había un hueco por donde Carlos la podría estar viendo, se tapó
con una bata y fue hacia la cama.
—Pequeño diablillo —le dijo en un tono serio
y fuerte.
Entonces, jaló las cobijas hacia sí con la
intensión de destapar a su hermano. Se llevó una terrible sensación al ver que
debajo de las cobijas no se hallaba nada, estaba completamente vacío. Su
hermano no se encontraba por ningún lugar de la habitación. Quedó sorprendida
pues había sentido, con toda certeza, los movimientos de algo por debajo de las
cobijas. Pero quedó aún más estupefacta cuando escuchó fuera de su habitación
la voz de su hermano diciendo:
— ¡Que te vengas a desayunar, Katia! —la voz
se oía adormilada como si recientemente se estuviera despertando.
Un repentino golpe de emociones le llegó de
inmediato. Estaba confundida y enfadada a la vez. Estaba segura que había
sentido el movimiento de su hermano debajo de las cobijas. Estaba segura que
había despertado en la noche al escuchar la voz de su hermano corriendo después
de tener una pesadilla. Pero también le cabía la idea en la cabeza de que su
hermano era un chico aún muy joven, un niño, y que era de esos que todavía se
orinaba en la cama si algo les espantaba por la noche. Lo más raro es que nunca
sintió que su hermano se moviera de su lado ni mucho menos haberle escuchado
salir de la habitación.
Se tomó un respiro y salió al pasillo detrás
de su hermano.
— ¡Oye! —lo tomó del brazo mientras pensaba
de qué forma le reclamaría.
El niño la miró consternado.
— ¿Por qué me asustas de esa manera?
—reclamó.
Carlos puso cara de confusión.
— ¿A qué te refieres? —preguntó éste.
—A que entras por la noche a mi habitación,
finges estar asustado y, por la mañana, cuando nadie te ve, te sales de mi
habitación y todavía me juegas bromas desde tu cuarto.
—Katia —contestó Carlos tratando de liberarse
de ella—, estás loca, yo no te he hecho ninguna broma. Sí pasé en la noche a tu
habitación, pero me salí como dos horas después porque tuve otra pesadilla
peor. Por eso me regresé a mi habitación.
Carlos parecía querer llorar, fue entonces
que Katia lo soltó y regresó a su habitación.
«Él no estuvo toda la noche en mi cuarto» Fue
al armario, abrió, miró su ropa, sacó un pantalón y una blusa. De pronto, le
entró una leve inquietud y no pudo quedarse con las ganas de revisar el
interior del armario nuevamente. Lo revisó superficialmente, solamente haciendo
a un lado las prendas para revisar las esquinas. No encontró nada.
« ¿Entonces qué fue lo estaba en la cama?
Esas risas debajo de las cobijas» Estaba segura que lo que se veía sobre la
cama era un bulto y dentro había algo. Lo podía asegurar, pero no podría
decirle a nadie hasta estar completamente segura.
Después de haberse vestido, salió de la
habitación. No pudo dejar de echar un vistazo al interior de la misma mientras
iba cerrando la puerta tras de sí. Sintió que algo estaba allí. Pero no veía
nada ni a nadie.
Terminó de cerrar la puerta al mismo tiempo
que escuchaba a su hermano acusarla con su madre de que ella lo había jalado.
Tuvo que acceder a los reclamos de sus padres
quienes, sin escucharle, le dieron la razón a su hermano menor. Ese tipo de
discusiones tenían lugar muy seguido en su casa, incluso se había acostumbrado
a perderlas todas. Tenía que aguantar los desplantes de su hermano cada que él
quisiese. Por eso es que no le caía nada de raro, por eso es que aquel
incidente no modificaría en nada su desempeño en su día. Hoy tenía una audición
muy importante en el ballet de la academia, no se podía permitir frustrarse de
esa manera ante la audición que se llevaría a cabo en la escuela. Era la
primera vez, y quizá la última, que el ballet de la ciudad vendría a hacer
audiciones a su escuela. Era una oportunidad única. Tenía muchas esperanzas en
lo que ella podría hacer.
No quiso desayunar más que un vaso de jugo y
una rebanada de pan tostado con mermelada. Algo ligero.
Salió de la casa, adelantándose a sus padres,
quienes llevarían a Katia y a Carlos a sus respectivas escuelas. Aseguró que no
necesitaba que la llevaran y que tomaría el autobús que la llevaría a la
estación del metro para llegar a la escuela. Sus padres aceptaron muy a
regañadientes.
Al llegar a la escuela, corrió para acceder a
la sala de ensayo. Muchas de sus compañeras ya se encontraban haciendo
ejercicios de calentamiento. Pasó directamente a los casilleros sin saludar a
nadie. Pudo ver que la gente de la audición estaba preparándose ya en sus
asientos.
Pasó de filo hasta los vestidores. El área de
vestidores estaba, en su totalidad, vacía. Ella era la única que estaba con el
tiempo encima. Abrió su casillero y trató de cambiarse lo más rápido posible.
Pero había algo que no la dejaba. Sentía una mirada ciñéndose sobre ella. Miró
a un lado; no había nada. Miró al otro; igual. Ella estaba sola en ese lugar.
Sin embargo, no se sentía así. Sentía todo lo contrario. Sentía como si alguien
la estuviera observando. ¿Desde dónde? No tenía ni la más remota idea.
Terminó de cambiarse con mucha precaución,
cuidando más su seguridad que la tensión que tenía por salir y presentarse.
Tenía una incómoda sensación en la piel,
sentía como si la estuviesen rosando constantemente los brazos.
Salió del área de vestidores con ganas de llorar.
Pero cuando vio las luces que alumbraban el escenario improvisado del aula de
ensayo, toda sensación de incomodidad se cambió por nerviosismo.
Vio que una de sus compañeras había empezado
su número.
Los jueces se mantenían pragmáticos,
inexpresivos, a pesar de que era la mejor versión de su número que había visto.
Percibió un gesto de su profesora diciéndole
que ella era la que seguía. Un súbito golpe le vino con el nerviosismo. Para
esto se había esmerado todas las tardes después de clases, para esto se había
preparado todo el tiempo. Tenía que concentrarse al cien por ciento. Caminó
unos metros hasta un costado del escenario improvisado y dejó su mochila junto
a la ventana. Hizo una especie de cábala, la cual consistía en hablar con ella
misma durante un minuto entero. Esto le hacía sentir un poco de menos peso
sobre sus hombros y quizá sentir menos presión de sus propios sentimientos
hacia ella. En ocasiones sentía que era demasiado inaccesible con ella misma,
que no se permitía conocerse hasta el punto de la totalidad. Un posible miedo
que siempre había arraigado.
Después que pasara ese minuto de
tranquilidad, sintió que sus músculos se ablandaban. Para culminar, dejó el aire
que previamente había aspirado y lo dejó en sus pulmones como si tuviera la
intención de absorberle al aire todos los nutrientes que este pudiese tener. Al
final, sus sentidos se enfocaron nuevamente en el exterior y pudo oír el final
del número de su compañera.
Algunos aplausos se dejaron oír desde donde
se encontraban sus demás compañeras, pero inmediatamente los aplausos cesaron
cuando el jurado se mantuvo inexpresivo y meneaban la cabeza mientras se
miraban entre sí. Un representante del jurado se levantó de la silla y se
dirigió hacia la profesora de Ballet, la profesora Sofía. Todos vieron que le
murmuró algo al oído. Y la profesora simplemente parecía pedirle algo más de
tiempo.
El representante del jurado tomó camino a su
asiento. La profesora simplemente se dio la media vuelta y miró a Katia. La
miró con tristeza y le indicó que era su turno.
Ella asintió. Alcanzó a escuchar un leve
murmullo entre sus compañeras. Giró la cabeza para observarlas, pero nadie
estaba hablando en ese momento. Siguió avanzando y siguió escuchando un susurro
que le llegaba casi junto al oído.
«No podrás.»
Miró de soslayo con un gesto molesto.
«Tú bien sabes que no vas poder.»
La voz la hizo inquietarse.
«Sabes que no estás lista. Pierdes el tiempo
y hacer perder el tiempo a los demás.»
La voz hablaba muy débilmente y mantenía el
tono como si no quisiera que la escuchasen.
«Todo el tiempo te observaré. Ahora que te he
encontrado no te dejaré. Serás mía de ahora en adelante.»
Esto último hizo que a Katia le recorriera un
escalofrío por toda la espalda. Sintió el sudor que le empezaba a correr por la
frente. Su sangre estaba helada. Sintió ganas de quedarse parada donde estaba,
girar ciento ochenta grados y retirarse. Pero toda la gente la estaba
observando.
Cerró los ojos y siguió caminando.
«Katia, mira al fondo, por la puerta a los
vestidores.»
Su nerviosismo explotó al ver una silueta
deforme que aparentaba observarla desde el interior de los vestidores. Una
línea rojiza se dejaba ver en su rostro amorfo como si fuera una sonrisa
desquiciada. Las manos parecían garras afiladas, y una de ellas movía sus dedos
como movido por la ansiedad.
Katia sentía un temblor que le recorría por
todo el cuerpo. Por un momento quiso proponerse de que aquello se trataba de un
reflejo de su nerviosismo y que debía mirar para cualquier otro lado. Pero la
figura seguía ahí, parada y reflejando inquietud en su mano.
Se colocó de frente al jurado, el cual había
quedado entre ella y la silueta. Los miró con nerviosismo, con un gesto que
parecía anteceder al llanto. Se dispuso a cerrar tristemente sus ojos, y cuando
pensaba a dar inicio a su número, sintió que todo el cuerpo se le endurecía a
causa de una opresión. Quedó parada, temblando, con los ojos abiertos de par en
par y sorprendida por la fuerza que la detenía. Todo el jurado se le quedó
viendo a su cara llena de tensión. Ella sólo miraba a la silueta que había
comenzado a avanzar hasta posicionarse justamente atrás del jurado. No le
quitaba la mirada de encima, sosteniéndola a distancia, como si una extremidad
de la silueta la hubiese tomado por la espina dorsal y la mantuviese en esa
posición.
Katia comenzó a sentir un ascenso en la
presión que sentía en todo el cuerpo. En su cuello se alcanzaba a ver las venas
que llegaban hasta su clavícula y sus manos que luchaban por zafarse mientras
sus ojos no dejaban de sostenerle la mirada a la silueta que ya había avanzado
a su izquierda y que se encontraba delante de sus compañeras. Todo el público
ahora la veía extrañado y preocupado. Había confusión en la cara de sus
compañeras.
La profesora Sofía comenzó a avanzar en
dirección a Katia.
— ¿Katia? —dijo ésta mientras se acercaba.
Katia no dejaba de esgrimir muecas de
incomodidad como si se tratara de una epiléptica en medio de comenzar una
crisis.
Fue inevitable que callera al piso,
inconsciente, cuando su cuello, empujado por la fuerza empleada por el ente,
terminó por crujir haciendo que cayera al suelo como un costal lleno de
piedras.
El sonido en sus oídos fue profundizando en su interior. Tenía días
que nada era detectado por sus tímpanos y llevado a su detección hasta el
cerebro. El haber percibido ese «bip» le hizo tener una idea de donde se encontraba.
Aunque no podía abrirlos ojos se sentía débil y sentía el cuerpo ligero, sin
fuerza.
Estaba a punto de salir de un coma inducido
por un golpe en la cabeza después de caer inconsciente. La pasiva entrada de
los sonidos deslizándose por sus oídos le hizo sentir como si una suave brisa
le besara las mejillas.
Sentía el cuerpo como si llevara semanas sin
descansar correctamente. Al mismo tiempo que fue abriendo sus ojos, se le fue
descomprimiendo su cuerpo el cual estaba postrado en una camilla de hospital.
Precisó la resequedad de sus labios y giró la
cabeza a un costado para explorar su entorno. Con dificultad, alcanzó a ver un
buró que sostenía sueros y algunos medicamentos inyectables. Al parecer sí se
había puesto demasiado mal. El mueble estaba plagado de varios tranquilizantes.
Como pudo, sacó la mano izquierda de entre
las ligeras sábanas y la llevó hasta el buró con la intención de tomar una
botella de agua que descansaba detrás de todos los medicamentos. Observó con
tristeza su mano lastimada por todas las perforaciones para administrarle
suero; parecían pequeños golpes que se iban tornando morados.
Pero había algo un poco más perturbador. Al
alcanzar el agua con su débil mano, se percató que su antebrazo estaba lleno de
moretones, parecían golpes moteando su piel. Algunos tenían todavía un tono
rojizo, pero muchos otros ya mantenían un profundo color oscuro, como si ya
tuvieran varios días. Trató de incorporarse lo más que se pudo sobre la cama.
Estaba sorprendida. Se había golpeado muchas veces su piel a lo largo de su
vida, pero nunca había visto tantos golpes en su cuerpo como aquellos. Fue muy
poco lo que se alcanzó a incorporar sobre la camilla, pero le fue suficiente
para contemplar que en los tubos de las orillas de la misma había unas correas
para las muñecas. Se examinó las manos y vio una línea rojiza que se extendía
por todo el rededor de su extremidad.
Vio sus manos temblar a causa del asombro.
Pero los moretones no sólo se encontraban en sus brazos, sino que también a lo
largo de su cuerpo. Se descubrió la bata hasta los hombros y descubrió que
tenía unas marcas del tamaño de una mano. Se miró confundida los hombros y
comenzó a bajar su mirada hasta sus pies. Quitó la sábana de encima y la arrojó
hacia el suelo. Observó sus pies desnudos y comenzó a subir la bata,
enrollándola en sus manos. Lo que observó la dejó estupefacta.
Su mirada se perdió en las manchas de sus
extremidades, como alguien que intentaba recordar algo preocupante.
Comenzó a gesticular en pos del llanto. Con
desesperación observó las marcas de sus piernas, sólo que éstas, a diferencia
de las demás, que estaban regadas por todo su cuerpo, tenían formas de manos,
inclusive las manchas no parecían ser sangre molida debajo de su piel, sino
quemaduras, posiblemente hasta llagas que se habían profundizado en su piel.
Miró consternada y descendió los pies hasta al
suelo. Éstos, muy débiles aún, sucumbieron ante su peso. Todo su cuerpo se fue
hasta el suelo mientras ella soltaba un grito que se perdió entre los pasillos
del hospital. Posiblemente alguien la había escuchado.
Como pudo, llegó hasta una pared y se refugió
en la esquina más cercana de la habitación.
Se miró su pecho por debajo de la bata y
observo con asombro las manchas oscuras en forma de arco que se habían formado por
debajo de sus senos.
El terror que sintió al conjeturar que
alguien la hubiese golpeado o abusado de ella en su estancia en el hospital, le
hacía sentir clavada en medio de una zona tan peligrosa como un campo minado.
Comenzó a gritar desquiciadamente y, casi al
mismo tiempo, vinieron en su auxilio un par de enfermeras que de inmediato la
trataron de poner encima de la camilla.
Katia las miraba con desprecio y luchaba
porque nadie la tocara.
Una tercera enfermera entró en la habitación
sosteniendo una jeringa en las manos. Entre las tres, la contuvieron hasta que
el potente tranquilizante le comenzó a hacer efecto. Muy despacio, comenzaron a
ceder sus fuerzas. Sintió cómo sus músculos se iban ablandando. Respiró un par
de veces hasta que su cabeza llegó hasta el piso, después, entre las tres
enfermeras la levantaron y la llevaron de vuelta a la camilla.
Se marcharon hablando de ella.
Cuando Katia dejó de estar bajo los influjos del tranquilizante que
le habían suministrado las enfermeras, se encontraba rodeada de cuatro
personas. De inmediato reconoció a dos de ellas; eran sus padres. Las otras dos
personas no las reconocía. Se trataban de dos médicos del hospital, ambos la
observaban detenidamente, analizando todo lo que ella hacía.
Al abrir por completo los ojos, uno de los
médicos se acercó a ella con una lámpara de mano. La apuntó a sus ojos para ver
sus pupilas dilatarse. Se guardó la lámpara y se posicionó el estetoscopio para
escuchar su corazón. Cuando el médico la revisaba, comenzó a hablar el otro
médico.
—Creemos que esos golpes se los propinó ella
misma —le decía a sus padres.
Su madre la volteó a ver.
— ¡Hija¡ —fue a abrazarla— ¿Cómo te sientes?
—la miró con preocupación.
Su padre también se acercó. Le acarició la
cabellera. Lucía enfadado.
—No lo sé, Doctor—aparentaba estar furibundo
y meneaba la cabeza—. Esas marcas no me parecen que ella, en el estado en el
que se encontraba, pudiera hacérselas.
—Señor —comenzó a hablar el médico que se
encontraba examinando a Katia por el otro lado de la cama—, Sánchez, soy
neurocirujano y permítame decirle que en el estado en el que se encontraba su
hija he visto muchas cosas tan extrañas que les pasan a las personas, que no me
sorprende en nada las marcar en el cuerpo de Katia. Esto lo digo —continuó
diciendo mientras se quitaba el estetoscopio de los oídos y sacaba una libreta
de debajo de su axila— porque el estar en estado de coma es tan impredecible lo
que pueda pasar. He visto casos como estos, donde el paciente acaba por hacerse
daño así mismo.
Katia se quedó como un simple espectador,
mirando mientras debatían lo que ni ella entendía.
—Pero, doctor —intervino la madre de Katia—,
éstas marcar parecen manos.
El doctor la miró con calma.
—Créame, Señora. He visto cosas más atroces
hechas por los mismos pacientes.
Ese último comentario quedó suspendido en el
aire hasta que el otro médico, que se encontraba al pie de la cama habló.
—Por eso es que les recomiendo que dejen a
Katia aquí. Estará vigilada. La trasladaremos a una habitación cerrada y
vigilada por cámaras de seguridad que transmiten las veinticuatro horas.
A Katia le recorrió un escalofrío parecido al
que le había sucedido por la espalda aquel día en la escuela cuando había visto
a aquella silueta sombría acercándose a ella.
—Esto yo no me lo hice —dijo en un tono
tímido y silencioso que todos escucharon y no pudieron ignorar.
Los doctores la miraron dubitativos y los padres
aún con una preocupación evidente en sus rostros.
— ¿Qué quieres decir, hija? —se apresuró a
preguntar su madre.
Katia se encontraba con la mirada dirigida
hacia sus manos, como si la respuesta a la pregunta de su madre se encontrara
ahí.
—No he sido yo —se formó un silencio
desesperante en aquella habitación. Los doctores se quedaron mirando entre
ellos, mientras que los padres se iban acercando más a su hija.
— ¿A qué te refieres, Katia? —preguntó el
neurocirujano.
Silencio.
—A que yo… A que no me he lastimado yo misma.
—¿Cómo puedes saberlo? Estabas inconsciente,
en coma.
—Lo sé —en ese momento le entro a Katia una
gran desesperación por lo que elevó el tono de su voz—. Simplemente lo sé.
—Hija —añadió el padre de Katia—, con calma.
Tienes que tranquilizarte.
La voz paciente de uno de los doctores
levanto la expectativa de los padres.
—Es normal que se sienta así. No ha pasado
por nada envidiable. Es posible que incluso llegue a la autojustificación. Pero
es normal. Con unos días más aquí, ella regresará a su vida cotidiana.
—No quiero quedarme aquí —apostilló Katia—.
Quiero irme a casa.
Todos la miraron algo consternados.
— ¿Qué ocurre, hija? —preguntó su madre con
voz trémula.
—No me creerían.
— ¿A qué te refieres? —inquirió su padre.
Katia se miró el movimiento de los dedos de
sus pies e inhaló profundamente antes de sostener la mirada y responder:
—Nadie de este hospital me ha tocado. Ni
siquiera nadie externo. Menos yo.
Todos la miraron inquietados.
—Lo que ha pasado tuvo lugar al inicio del
día en que caí en coma. He sentido a alguien que me observa, alguien que me
habla como si estuviera a mi lado. Incluso lo he visto. Estaba en la audición;
en la escuela. Me miró desde el fondo de los vestidores y se fue acercando a
mí. Pensé que alguien lo vería. Pero no fue así. Solamente lo vi yo. Y fue
espeluznante. Vi su cara y fue la misma impresión que tuve como cuando sientes
que algo se escabulle por tu cuerpo y descubres que tienes una rata o una
serpiente cerca de ti. La sensación fue súbita que creo que me paralizó, aunque
no estoy muy segura de eso. Creo que esa cosa me apresó y no me dejó mover.
Sentí la mirada de todos los que estaban ahí, pero nadie hacía el intento por
ayudarme. Pudo haber sido en cuestión de segundos cuando mis emociones llegaron
al punto en que me desconectaron de la realidad y caí sin saber más de lo que
pasó.
Sus padres se quedaron paralizados y con la
boca abierta, pero los médicos se vieron entre sí y no pudieron evitar sacar
una sonrisa que rayaba en la burla.
Uno de los médicos fue a hablar, no sin antes
aclararse la garganta.
—Hay veces que los pacientes recurren a
alucinaciones previas —se encogió de hombros.
El padre lo miró con el ceño fruncido.
—Mi hija no está loca. Es difícil de creer lo
que está diciendo, pero no por eso le voy a permitir que insinúen que está
loca.
—Señor…—comenzó a decir el neurocirujano,
pero fue detenido por la madre.
—Nos la llevaremos, doctor. No queremos
arriesgarnos por lo que pueda pasar. Todo lo que le suceda a nuestra hija
correrá por nuestra responsabilidad.
Katia reaccionó algo sorprendida, pero
todavía más con una sensación de estabilidad con lo que sus padres estaban
haciendo.
—En cuanto mi hija esté lista, nos la
llevaremos de vuelta a casa—sentenció el padre de Katia—. No queremos incomodarlos
más.
Los médicos se quedaron callados al ver que la
madre de Katia salía de la habitación, en dirección al pasillo. ¿Quieres publicar tu relato? Mándalo a la siguiente dirección: halmanza2521.relatos_de_terror@blogger.com literaturaterror@groups.facebook.com RELATOS DE TERROR Y SUSPENSO Todos los derechos reservados Héctor Almanza Chávez ©
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