⚝Astaroth⚝
E
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ra la enésima vez que
Dalia deslizaba el peine sobre su cabello liso y castaño, antes de irse a
dormir. Esperaba ver otra vez cuando su propio reflejo volviera adquirir
movimiento independiente al suyo. Era un acto que le producía un miedo incesante,
pulsante de cierta manera, pero era la única forma de sentirse tranquila, de
saberse acompañada sin nadie que le pudiera hacer daño. Ella no
notaba nada extraño en su conducta, puesto que esto ya tenía más tiempo de lo
que ella recordaba. Sentía que ella estaba en lo correcto, pues todos hablan
con sí mismos en algún momento dado, todos tienen algo que decirse y que siempre
se guardan para cuando no hay nadie. Pero a los ojos de la demás gente, ella
era la extraña. Toda la gente la criticaba por su apariencia, le decían que
parecía una joven zombi por sus tan marcadas ojeras que descansaban debajo de
sus ojos, como dos manchas producidas por moretones. Pero eran a falta de sueño,
ya que por las noches Dalia no conseguía dormir. Se mantenía insomne para
evitar soñar, ya que, cuando dormía, una figura, muy parecida a ella, lloraba
desde la oscuridad de un rincón de la habitación. Lloraba y la maldecía,
diciéndole que pronto se arrepentiría por dejarla tan sola.
En
ocasiones, su doble del espejo, le hacía entender que lo que veía en las noches
era algo así como la parte materializada por sus miedos. Que ella, su doble del
espejo, era su parte segura. Pero que, como podía ver, ella se encontraba
encerrada detrás de la dimensión de un cristal, mientras su otra yo se
encontraba libre, triste y con ganas de hacerle daño.
Tenía que
aceptar que aunque su doble del espejo le asustaba por la fría mirada que
tenía, prefería platicar con ella que soñar su otra yo, la que se le aparecía
en sueños. No era muy placentero platicar con ella, ya que por momentos sentía
que le daba consejos dirigidos a ser más insegura de lo que de por sí ya era.
Le anunciaba lo que estaba a punto de pasar, como anticiparle que alguien se
aproximaba a su puerta o que alguien estaba hablando de ella en la casa. Cuando
hacía esto último le hacía ser una chica más desconfiada. Incluso no dejaba que
nadie se le acercara. Era tan solitaria que nadie en el colegio se le acercaba.
Todos parecían sentir pena por ella y, hasta de cierto modo, lástima y miedo.
Pocas veces
eran las ocasiones en que el sueño la vencía y optaba por cerrar los ojos. Pero
era cuestión de tiempo para que el llanto de su otra yo comenzara a emitirse
por la habitación. Algunas ocasiones, y en el mejor de los casos, lograba despertarse
y ponerse a salvo en la realidad oscura en la que ella se sentía a gusto, pero,
en otras tantas ocasiones, la interface entre el sueño y la consciencia quedaba
bloqueada y no le permitían salir de sus sueños. Tenía que esperar,
irremediablemente, a poder despertar por sí sola.
Esa noche,
no consiguió aguantar mucho el cansancio, y, aunque su otra yo, la del espejo,
la miraba expectante, se fue a su cama con la idea de sólo recostarse. Pero,
mientras trascendían los minutos, sus párpados comenzaban a adquirir peso en
sus ojos, hasta que de pronto el peso en sus ojos estaba insostenible.
Irremediablemente, se sumergió en un profundo sueño, tan pesado que se traducía
en las noches que no conseguía dormir.
Tuvo la
sensación de haber despertado, pero sólo era la apreciación de la ensoñación.
Miró a sus costados y se sintió tranquila por estar todavía en su habitación,
recostada en su cama. Todo parecía normal. No había llantos ni amenazas, ni
sonidos de pies desnudos acercándose hacia ella. Todo era un profundo y
sepulcral silencio, tan desconcertante como sentirte asechada por un asesino
silencioso y precavido. Suspiró, pensó en que estuvo a punto de quedarse
dormida. Pero no había sido así. Había algo pesado en el ambiente, algo que la
hacía sentirse incluso más pesada. Se incorporó en la cama y abrazó sus
rodillas contra su pecho. Sintió un bajón en su presión sanguínea al mismo
tiempo en que se sentó. Pudo sentir una leve corriente de aire pasar por sus
pies desnudos y se los cubrió con su camisón de dormir. Después de un largo
rato de estar en esa posición miró al espejo y notó que estaba roto. En su
centro se dibujaba una oquedad opaca, con bordes cristalinos y afilados. Se
levantó de su cama y comenzó a caminar lentamente. El piso estaba mojado, pero
no era agua. Era una solución viscosa, que aparentaba ser agua a simple vista y
tenía un olor a cera quemada. El líquido era muy tibio e iba en contraste con
la sensación que tenía del ambiente. Al acercarse al espejó, y en lo que debía
de ser el reflejo de la habitación en el fondo del espejo se encontraba un
charco enorme color púrpura. Miró a sus espaldas y no había nada allí. Volvió
la mirada al cristal y vio que más al fondo de donde se encontraba el charco se
encontraba alguien sentado, mirándola, desde la oscuridad con una sonrisa
retorcida. Su cara apenas se veía entre su cabellera, que caía en desorden por
sus desconcertantes facciones. Lo que fuese, tenía un camisón idéntico al que
portaba ella, sólo que éste estaba mugriento y completamente batido de sangre.
Aquella cosa parecía convulsionarse al mismo tiempo que por su garganta parecía
estar atascado algo que llegaba a sobresalir por la boca.
Dalia
retrocedió unos pasos. Reconoció al instante a su otra yo, sólo que ahora
estaba en el interior del espejo y, al parecer, engullendo algo o a alguien. No
lo pensó dos veces y cuando se dio cuenta ya se encontraba corriendo hacia la puerta
de su habitación.
La puerta
estaba atrancada, no se abría, era como si alguien, desde el otro lado, se lo
impidiese y la jalara en el sentido opuesto al que ella lo hacía. Dalia regresó
la mirada hacia el espejo y alcanzó a ver que la figura se estaba poniendo en
pie de una forma inhumana, parecía un animal herido tratando de aferrarse a la
vida. Muy dolidamente lo estaba consiguiendo, parecía que le costaba mucho
trabajo conservar el equilibrio. Al dar el primer paso hacia ella, su otra yo
parecía desorientada y desequilibrada, y, aunque no le quitaba la mirada de
encima, zigzagueaba al caminar, como si le costara un esfuerzo sobrehumano
mantenerse en pie. La forma en que caminaba le hizo sentir a Dalia una punzada
de miedo en el pecho. Sin dejarla de mirar, empeñó mayor fuerza y mayores
esfuerzos para abrir la puerta, a la vez que miraba cómo su otra yo se iba a
acercando. La vio agarrar el borde del espejo estrellado sin inmutarse aun y
cuando los cristales le hicieron una profunda herida en las manos.
Con todo
eso, Dalia consiguió abrir la puerta de su dormitorio. Ya no volteó hacia
atrás. El miedo, desde su interior, le gritaba que corriera y gritara. Si Dalia
se hubiese dado el tiempo para mirarla una última vez, habría visto una contorsión
irreal al momento de que su otra yo pasara por el umbral del espejo, saliendo
como un arácnido por la orilla.
Lo primero
que se le ocurrió hacer al ir descendiendo por la escalera fue gritar a sus
padres. Pero no hubo ninguna respuesta. Bajó la escalera de cinco zancadas.
Miró por el cubo de la escalera y sintió confianza de que la había perdido de
vista. Pero ahora percibía un sonido. Un quejido que llegaba remotamente a sus
oídos, como un alarido atrapado en la garganta de alguien.
Toda la
casa estaba a oscuras. No entendía por qué no había despertado aún, si ya había
pasado momentos por lo que, ineludiblemente, hubiese regresado en sí. Miró a su
alrededor y comprendió lo enrarecida que estaba la casa. Había cosas que
estaban fuera de lugar, pero otras tantas que estaban completamente normales.
En la oscuridad, alcanzaba a escuchar el traqueteo del pasar de las manecillas
del reloj de la sala a un paso tan lento y desesperante, como las pisadas de un
anciano. Pero el burbujeo del oxígeno de la pecera del comedor le era tan
normal, que cuando fijaba éstas dos cosas en su mente, le hacía sentir una
desesperación incontrolable, había desordenen en el ambiente, y eso lo sabía.
Se dio la
vuelta e intentó girar el pomo de la puerta. No pudo. En su lugar, se embarró
de una sustancia viscosa, posiblemente negra. No podía percibir exactamente el
color de aquél líquido. Pero sí que era una sustancia muy pegajosa, que iba
acompañada por un olor sumamente putrefacto.
Oyó pasos
en la planta de arria. Como si fuera una señal para que se moviera, ella fue
hacia la sala; el lugar más cercano que tenía. Había unas ventanas que
conducían al jardín y esperaba que éstas estuviesen abiertas, pero se llevó una
gran decepción y un gran susto al ver que toda esa habitación se había
convertido en un cuarto completamente a oscuras, y donde se encontraban las
ventanas, se ubicaban unas cruces de madera clavadas a la pared bloqueándolas
ventanas. De pronto, escuchó los pasos que azotaban por la escalera, pero era
de una forma abrupta y descompuesta, como si estuvieran cayendo por los
peldaños de la escalera o rodando por ella. Miró hacia la pared del fondo, la que
estaba enfrente de las escaleras y vio una sombra desfigurada descendiendo a
trompicones. Se atemorizó y se acorraló ella misma en el muro del fondo.
Agazapada y con la afectación de su temor penetrado en su piel, trató de no
moverse, mantenerse inerte detrás de uno de los muebles de madera raída que
pensaba que estaban produciendo sus sueños. Pero seguía habiendo un factor en
el que desconfiaba y que le hacía sentir que su realidad y su ensoñación se
mantenían ligadas en un punto. El miedo era real; sentía la ponderación de su
nerviosismo, haciéndose cada vez más fuerte; la sensación de todo lo que tocaba
era real, pero todo por lo que estaba huyendo era completamente ilógico. Se
resignó a quedarse quieta en medio de la oscuridad y cerrar sus ojos como si
estos fueran una coraza que la pudiera defender de lo que fuese que estaba
descendiendo por la escalera.
Llegó un
momento en que su voluntad era nula, en que no tuvo siquiera ganas de
despertar, puesto que había grandes motivos para pensar en que había estado
despierta desde un principio.
Con los
ojos resignadamente cerrados, escuchó sonidos en la sala; una respiración
gutural, seguida de un bufido parecido a la de un toro. Se posicionó
inmediatamente en una postura fetal, cuidando que sus movimientos fueran
prácticamente inaudibles. Comenzó a llorar.
Ahora los
pasos los sentía tan solo a unos metros de distancia. Su pulso estaba desbocado
y su mandíbula le dolía tanto debido a la presión que estaba ejerciendo sobre
sus dientes. Sus movimientos eran tan pausados y precavidos que, incluso,
quería apagar su propia respiración.
Aquello
deambuló por la sala por unos momentos. Parecía detenerse a observar
detenidamente por cada resquicio de la sala. Seguía bufando y parecía cada vez
más molesto. Fue en un momento donde la respiración de esa cosa se volvió
rasposa y dificultosa. En ese mismo momento, Dalia contuvo su respiración y
dejó de moverse por completo. Con todo el miedo que aquello había producido en
ella, sintió la respiración de esa cosa en su nuca, como si la estuviera
olfateando. Se le escapó un sollozo y escuchó un largo bufido que la acabó por
estremecer por completo.
Tras ese
momento sintió una exhalación en la oreja derecha. Poco a poco, se le fueron
erizando los vellos de la de la nuca, como un efecto dominó, hasta la espalda
baja. Abrió la boca y se le escapó un suspiro. Quería levantarse y echarse a
correr, llorar o lo que fuera. Tuvo la intención de hacerlo, pero, en cuanto
abrió los ojos, ahí estaba el espectro que se aparecía en sus sueños, acostado,
en la misma posición que ella. Aterrada, vio sus ojos perdidos en la nada, como
si ella no se encontrara allí y su mirada estuviera dirigida a algo más y no a
ella. Se estremeció al poner atención y observar que, en lo que deberían de ser
sus ojos, sólo se encontraba la cuenca de los mismos, no había nada más que dos
profundos huecos negro punzantes que la miraban como un ciego siguiendo una
voz. Su cara estaba batida de sangre cuajada y su cabello caía, enmarañado,
sobre el piso.
El espectro
se fue levantando y Dalia lo fue siguiendo con la mirada. Primero hacia un
costado, después hacia al otro, hasta que por fin se levantó y ella se quedó
inmóvil, en el suelo. Parecía olfatearle lascivamente el cuerpo, puesto que fue
descendiendo como si buscara algo en su piel.
—Ponte
de pie —le ordenó el
espectro sin siquiera mover la boca.
Ella
obedeció, más por el impulso que le provocó ver que sus facciones ni siquiera
se movían, sólo la escuchaba en su mente.
—Ahora
estás bajo mi control. Tu vida, tu valor, tu miedo, tu voluntad, ahora dependen
de mí. Vivirás si yo quiero, morirás si yo lo deseo. Tus lágrimas ahora serán
alimento para mis actos. No tendrá sentido tu llanto, porque en el mundo
exterior serás sólo una masa inerte, inmóvil ante todos los que te vean. Cuando
tengas momentos de lucidez —que de antemano te digo: serán pocos— no recordarás
nada. Verás el mundo mediante la confusión de no saber si estás despierta o
dormida. Querrás morir cuando estés dentro de este umbral. Porque todo lo que
intenten en el exterior sólo funcionará para una cosa: alimentar mis ganas de
seguir poseyéndote.
Su voz del
espectro era como la de un hombre con voz aguardentosa, profunda, casi animal.
Podía sentir su aliento estrellándose en su cara, que era fétido y tibio.
—Algún
día me hartaré de ti. Y tu cuerpo morirá. Lo único que ganaré de todo esto será
llevarme tu alma. No hay otra cosa que me gustase más que eso.
— ¿Por qué
mi alma?
El espectro
se hizo hacia atrás y expuso una sonrisa lánguida y espeluznante. La sangre le
recorría los labios y le dejaba una estela al seguir bajando por su barbilla.
Sacó la lengua y la recorrió por su labio inferior, saboreándose mientras la
veía.
—En lo
que ustedes conocen como el infierno —
empezó diciendo—, llevamos a las almas de los enjuiciados; las almas de los
desdichados que fueron arrebatados de la mano de Dios — esgrimió una
sonrisa de oreja a oreja al decir eso—. Los explotamos y los hacemos creer
que no hay alguien que los pueda esperar en el “paraíso”, todo esto a base de un
sacrificio al que podemos poner en similitud con la vida que llevan
cotidianamente. Pero no todo es malo en el infierno. No, claro que no. A las
almas que oponen menos resistencia al cambio pasan a un estado en el que no hay
tanto dolor, un estado en el que pueden ser un poco libres, viviendo en el
mismo infierno.
Dalia
pensaba que lo que estaba pasando en realidad era un sueño. Siempre había
pensado que el cielo y el infierno eran sólo leyendas, mitos para atemorizar a
la humanidad acerca de lo que estaba bien y lo que estaba mal, algo así como un
examen de consciencia a nivel espiritual. Pero ahora, si todo esto no resultaba
ser un sueño, todo lo que ella creía se había quebrantado.
— ¿Por qué
yo? —Dijo Dalia esgrimiendo un rictus de temor.
—Siempre
las almas reprimidas y débiles como la tuya representan un claro ejemplo de la
debilidad humana; la obra maestra de Dios. Y sólo buscamos hacerle ver aquel
omnipotente ser que no es tan poderoso como todos piensan. Tomamos sus almas y
las hacemos fuertes, invencibles, y con esto demostramos lo benefactor que se
puede ser de una forma poco ortodoxa. Los demonios como yo somos recolectores
de almas, vemos y observamos la vida de los hombres en busca de prospectos.
Dalia lo
miró con desilusión. De cierta forma estaba completamente atrapada. Estaba en
un umbral donde no definía qué era real y qué no. Podría estar haciendo algo en
su sueño, pero también poder hacer otras cosas sin siquiera darse cuenta en la
realidad.
Miró con
temor y tristeza el rostro de aquel espectro y descubrió que él sabía de
antemano de lo que hablaba. Tendría que resignarse a ser lo que él quisiese que
fuera. Probablemente morir era algo inminente.
En ese
mismo umbral, como si fueran voces que se perdían en medio de la nada, escuchó
la voz de su madre resonar en los muros de esa casa falsa, la cual sollozaba su
nombre en medio de su llanto.
—Levántate
—
le ordenó.
Ella se fue
levantando sin decir nada, obedeciendo a sus indicaciones cual si fuera su
propia voluntad. Siguió al espectro hasta su habitación y se recostó en su cama
tal y como se lo indicó. Mantuvo la cabeza agachada y, como si fuera arte de
magia, notó que lo que estaba a su alrededor se estaba esclareciendo, parecía
que había salido el sol sin siquiera dar paso al alba. Fue un esclarecimiento
repentino, súbito. Dio un par de convulsiones y comenzó a alzar su cabeza. Vio
a su alrededor a su madre, la cual lloraba y esgrimía una sonrisa al verla
volver en sí. Dalia, con los ojos cansados y apenas abiertos, comenzó a girar
la cabeza; estaban también su hermana y su padre. Éste último tenía un rasguño
enorme en la parte del cuello que le llegaba hasta el pecho, era una herida que
estaba prácticamente cerrada, pero que se notaba que en su momento había sido
una herida profunda.
— ¡Gracias
a Dios que has despertado! —exclamó su madre. Su padre esbozó una media
sonrisa.
Su hermana
la vio con cierta desconfianza. Dalia trató de extender su mano hacia la de su
hermana que estaba a los pies de la cama. Inmediatamente su hermana se alejó de
la cama y se recargó en la silla en la cual estaba sentada.
— ¿Qué
tienes? —preguntó Dalia.
Miró a su
madre y ésta bajó la mirada. Su padre se levantó de la cama y se detuvo
enfrente del ventanal de la habitación.
— ¿Qué
sucede? —insistió.
Su madre
suspiró.
— ¿De
verdad no recuerdas nada?
Ella meneó
la cabeza en señal de negación.
—Apenas hoy
en la madrugada —dijo su madre— escuchamos ruidos que venían de la sala.
Inmediatamente tu padre fue a ver qué era lo que estaba ocurriendo. La alfombra
del pasillo estaba repleta de una sustancia viscosa, olía a quemado. Así que
abrió tu cuarto y observo que no estabas en la habitación. Entonces vio que el
espejo de tu habitación estaba hecho añicos —Dalia volteó a ver el espejo que
en efecto estaba completamente roto—. En ese momento me gritó y fui a
alcanzarlo. Me espanté al ver el líquido regado por todo el suelo. Pero lo más
alarmante fue que uno de los cristales quebrados tenía algo parecido a la
sangre, era algo casi negro en su totalidad. Me puse nerviosa y pasé a revisar
el cuarto mientras tu padre iba abajo a ver si te encontrabas ahí. Tu hermana
salió del cuarto contiguo y me miró desconcertada. Me preguntó por ti. Hasta
ese momento, pensamos que alguien había entrado en la casa y te había hecho
daño. Tu hermana fue hasta el armario y saco un bate para estar prevenidas por
cualquier cosa. En ese momento tu papá comenzó a gritar desde la planta baja,
así que corrimos hasta allí y observamos que estabas tendida en el piso,
convulsionándote. Pensamos en tomarte en brazos y llevarte a tu cuarto. Pero
cuando tu padre se acercó, tu cuerpo se tensó por completo, como si fueras un
tronco.
Su madre
comenzó a llorar, por lo que su hija fue a abrazarla.
—Y lo que
pasó después no sé si lo pueda describir —prosiguió ahora su padre, retomando
la conversación que había dejado inconclusa la madre de Dalia—. Después que
estiraste tu cuerpo repentinamente como si estuvieses amarrada, tu cuerpo, sin
ninguna forma posible aparente, se deslizó hasta la pared del fondo. No
obstante con dejarnos atónitos a los tres, lo que siguió fue más que
escalofriante y sorprendente a la vez: lentamente tu cuerpo se fue acomodando y
levantando solo, sin que nada te tocara, y, como si estuviese pegado a la
pared, se empezó a deslizar hacia arriba, ascendiendo por el muro. De pronto,
tu tronco comenzó a girar, a la vez que tus brazos se iban separando de tu
cuerpo y manteniendo una posición extendida. Tus pies giraron hasta quedar
apuntando al techo y tu cabeza hacia el suelo. Tus ojos contemplaban un vacío
atrás de nosotros, mientras iban adquiriendo una tonalidad grisácea. Tu cuerpo
se comenzó a arquear, ahí mismo, suspendida, de pies y manos, en la pared.
Justo como si fuera un crucifijo invertido —la voz de su padre se iba
quebrando, se aclaró la garganta y prosiguió—: Después traté de acercarme.
Pensé que podía acercarme a ti, pero en cuanto estuve lo suficientemente cerca,
tus manos, repentinamente, me tomaron por el cuello, estrujándome con una
fuerza anormal y que no correspondía a tu cuerpo. Gruñiste como un animal.
Forcejeé contigo tratando de zafarme, pero no podía. Tus uñas se encajaron en
mi cuello y fue tanta la fuerza que empleé que mi piel se comenzó a desgarrar
hasta que por fin me pude zafar.
Dalia quedó
estupefacta. Miró a todos con una mirada de arrepentimiento y se inclinó hacia
atrás.
—Posteriormente
a eso caíste al suelo, desmayada. Caíste como una roca sobre tu espalda —repuso
su madre—. Te levantamos y te trajimos aquí, entre los tres. Y desde ese
entonces no habías despertado del todo. Haz tenido alucinaciones, como si no estuvieras
aquí. Por momentos tus manos se dirigían hacia tu cara con la intención de
rasguñarte a ti misma. Tratamos de detenerte, pero lo único que conseguíamos
son estos rasguños que tú nos dabas —su madre se descubrió uno de sus brazos
dejando ver unos largos arañazos que concluían en un hundimiento de uñas en la
carne viva.
Su familia
salió de la habitación después que ella terminara por dormirse.
Fueron
meses delirantes. Los constantes sucesos fueron incrementando de intensidad.
Fueron desde contantes movilizaciones de objetos que, por toda la casa, salían
disparados como proyectiles. Algunos lograron dar en el blanco dañando con esto
a la familia. Su padre llegó a ser agredido con herramientas, con cuchillos, al
igual que su madre; la cual fue encontrada en una ocasión en la cocina,
sangrando profusamente de una mano, debido a que un cuchillo cayó de la alacena,
cuando no había ninguna razón para que éste cuchillo estuviese en ese lugar. Su
hermana cayó varias veces de la escalera estando sonámbula, acto que nunca
antes había padecido, y se lesionó varias veces las manos tratando de luchar
por lo que ella decía que era un espectro queriéndole hacer daño.
Una noche,
mientras que Dalia se encontraba en su habitación, sola, comenzó a sentir como
si alguien reptara por su cuerpo. Era una sensación parecida a la que se tiene
cuando un arácnido va subiendo por las extremidades. Su respiración se fue
agitando y comenzó a sentir cómo se endurecían sus músculos y sus nervios iban
adquiriendo una rigidez absoluta. Para cuando consiguió abrir los ojos, ya no
podía mover su cuerpo. Le tomó por sorpresa sentir cómo unas uñas se le
encajaban en sus piernas, tuvo la impresión de que se trataba de algo parecido
a unas garras por la forma en que la tomaba en toda la circunferencia de sus
extremidades. Alcanzaba a percibir un olor fétido acompañado de una sensación
de un ligero aire que se estrellaba en sus muslos. Abrió la boca, no porque
ella quisiera, sino porque algo la estaba haciendo perder el control de todo su
cuerpo. Cerró los ojos con desesperación y sintió como una mano le apretaba la
garganta.
Cuando
volvió a abrir los ojos, se encontraba en el umbral de sus sueños, volteando
hacia abajo, mirando desde el techo su habitación y suspendida en el aire.
—Esto es
lo que se siente cuando la gente muere —le susurró al oído el espectro mientras sacaba una larga lengua
y la miraba con satisfacción—, esa sensación de falta de aire, de inmolar
parte por parte cada sección de tu cuerpo es lo que me hace sentir mejor. Este
es el placer que buscamos los demonios. Esa sensación es la que nos hace sentir
vivos, debido a que la gente, en ese momento, suelta la mayor cantidad de
energía que en toda su vida puede soltar, no importando edades. Siempre es así.
Las manos
del espectro se hicieron visibles al igual que su cuerpo. Tenía el aspecto de
un hombre extremadamente delgado, con unos enormes cuernos que le colgaban de
cada lado de su cara. De su cabeza, se observaban unos cabellos enroscados en
gruesos cordones que terminaban en unas calaveras, posiblemente de marfil.
Poseía cuatro brazos; dos del lado derecho y dos del lado izquierdo. Sus brazos
parecían salir paralelos de cada uno de sus hombros huesudos. La piel era
extremadamente reseca y parecía caérsele como escamas. Tenía un aparente casco
que se le confundía con el color de su piel, la cual aparentaba ser de un color
oscuro, posiblemente café, y en la parte posterior de su cuerpo, donde Dalia
suponía que deberían de estar sus omóplatos, sobresalían unas alas que parecían
haber estado en algún momento pobladas de plumas. Estas alas tenían movimientos
independientes por lo que eran otras extremidades aparte de las que ya tenía.
Su cuerpo terminaba en unas piernas largar y huesudas, y parecía tener patas en
lugar de pies.
—Esta es
mi forma original —dijo—,
me presentó. Este día fue la última vez que estarás con vida. Como podrás
imaginarte, ya no me sirves. Tu aspecto decrépito ya no place. He absorbido
toda tu voluntad, estás en el punto en el que no quisieras seguir viviendo y he
demostrado que tu condición no depende más que del tiempo en el que tu cuerpo
tarde en sucumbir ante la muerte. Vivirás sólo un poco más, sólo lo suficiente.
Dalia se le
quedó mirando.
—Mi nombre
es Astaroth. Hasta nunca, estimada Dalia.
Fueron pocos días más en los
que Dalia tardó en sucumbir ante la muerte después que se sintiera tan débil y
que las ganas de morir terminaran por ganarle y sumirla en un delirio
inminente. Sus piernas y sus brazos se adelgazaron tanto que tenían el aspecto
de unas ramas de un árbol. Su cara prácticamente se había desprovisto de
facciones. Los pocos días en que tardó en morir, no ingirió alimento alguno, se
puede decir que murió por el descuido y la falta de alimento. Su familia se
mantuvo con ella hasta el final, creyendo que, de alguna manera ella se
salvaría, yendo contra todo pronóstico.
Le vieron
médicos, que lo único que le hacían era ponerle sueros debido a que no
encontraban una razón lógica para su estado. Incluso el psicólogo que la visitó
se quedó sin argumentos al ver cómo sus conversaciones no llegaban lejos, quizá
a un saludo y nada más. Su madre, con el afán de descartar todas las
posibilidades, llamó a un sacerdote y éste puntualizó, por todo lo que le habían
descrito los familiares de Dalia que pasó en la primera noche, que se trataba
de una posible posesión.
Su madre le
dio al sacerdote un diario que Dalia llenaba, en el cual había dejado de
escribir desde que empezaron los sucesos, pero que en la última página había
escrito sólo una única palabra. Y ésta era: «Astaroth».
El
sacerdote les comentó, sin hacer preguntas, que, en efecto, se trataba posesión
diabólica, que Astaroth pertenece a las más altas jerarquías del infierno, que
se encuentra en el mismo lugar que Lucifer y Belcebú, que es tan poderoso como
ellos y que es un maestro para dominar a las personas, pues, se cree, que goza
de hacerlo y lo hace con mucha regularidad haciendo que sus víctimas mueran
solas e, incluso, le rueguen a él para que las mate con tal de no sentir más
dolor.
El párroco les dijo que el demonio ya había
abandonado el cuerpo de Dalia, que eso lo podía ver por su reacción ante
artículos de procedencia religiosa y que no había nada más que hacer más que
esperar el cruel momento de su muerte. ¿Quieres publicar tu relato? Mándalo a la siguiente dirección: halmanza2521.relatos_de_terror@blogger.com literaturaterror@groups.facebook.com RELATOS DE TERROR Y SUSPENSO Todos los derechos reservados Héctor Almanza Chávez ©
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